En Washington y en estos días es una opinión común que el advenimiento de la tecnología de satélites, instantánea y mundial, les ha dado a los medios noticiosos una voz más potente en los asuntos internacionales que la que nunca habían tenido antes.
Los diplomáticos le llaman a esto el Efecto CNN, y el término no es elogioso. Insinúa que cuando la cadena CNN inunda las ondas con noticias de una crisis en el extranjero, los responsables del trazado de políticas no tienen otra alternativa que volver su atención a la zona de desastre más reciente. El término Efecto CNN encierra también un matiz siniestro, al sugerir que las imágenes de televisión provocarán en el público un clamor emocional que exigirá "hacer algo" en relación con el último incidente, no importa que se justifique o no acción semejante.
Cuando me dispuse a escribir mi libro "Luz, Cámara, Guerra; Es la Tecnología de los Medios la que Guía la Política Internacional?", yo también sostenía la opinión de que la tecnología de los medios guiaba la política exterior.
Recuerdo haber estado en un hangar de la Fuerza Aérea en Arabia Saudita unos pocos días antes de que comenzara la guerra del Golfo Pérsico, mirando cómo el secretario de Estado James Baker enviaba un ultimatum. Baker, mientras rodaban las cámaras, les decía a 400 entusiastas hombres y mujeres de la Fuerza Aérea estadounidense que estábamos al borde de la guerra, que a menos que Saddam Hussein se retirara de Kuwait, iríamos a la guerra con Irak.
Baker me dijo después que en ese momento no les hablaba a los soldados, ni a nosotros los periodistas, sino a un hombre, Saddam Hussein, que miraba el noticiario de CNN sentado en su "bunker" de Bagdad. Para Baker, era más fácil y seguro enviar su mensaje por la CNN que a través del correo diplomático o un enviado personal.
Lo que me disponía a hacer era escribir un libro sobre la revolución de la información. Comencé por leer historia, estudiar cómo otros inventos, otra tecnología de medios habían cambiado el panorama político de su época. Y al leer historia, descubrí una tendencia. En cualquier ocasión en que una nueva tecnología entraba en escena -- desde la imprenta hasta el Internet, desde el teléfono a la fotografía -- el nuevo invento producía prácticmente el mismo resultado.
Los diplomáticos se quejaban de que el nuevo invento les quitaba tiempo suficiente para pensar, que los ataba más directamente a sus capitales. Me agrada particularmente una anécdota acerca del enviado británico Arthur Buchanan, a quien en 1861 se le pidió que evaluara el impacto del telégrafo en la diplomacia. "Reduce, en gran medida, la responsabilidad del ministro", se lamentó. "Porque ahora puede pedir instrucciones en lugar de hacer las cosas por sí mismo".
De la misma manera, en cada era los periodistas se han jactado de que la nueva tecnología de medios les daba más poder e influencia que nunca antes. William Randolph Hearst, dueño del sensacionalista New York Journal, envió a uno de sus dibujantes a La Habana para excitar el interés en torno a lo que finalmente se convertiría en la guerra con España. Al artista, Frederick Remington, lo decepcionó la falta de acción en Cuba.
"Todo está tranquilo", le telegrafió a Hearst, echando mano de la tecnología más reciente para acelerar el envío de su mensaje. "Aquí no hay problemas. No va a haber guerra. Quisiera volver". A lo que Hearst replicó, en un telegrama que puede ser apócrifo pero que demuestra a las claras su opinión acerca del impacto del periodismo en la diplomacia: "Quédese, por favor. Usted pone las ilustraciones y yo pongo la guerra".
Los generales tendían a mirar con adoración la nueva tecnología, porque comprendían que la velocidad al enviar información era esencial para la victoria. Cuántas veces hemos leído acerca de batallas que se libraron y muertes que ocurrieron luego de que los tratados de paz habían sido firmados en las capitales? Para los generales, la velocidad de la información era un elemento a favor.
William Tecumseh Sherman, el general de la guerra civil estadounidense que aborrecía la prensa y amenazaba a los reporteros con una corte marcial si aparecían en sus campamentos, apreciaba, sin embargo, el telégrafo, que aceleraba el envío tanto de noticias periodísticas como de información de combate. "Es imposible exagerar el valor que tiene en la guerra el telégrafo magnético", escribió Sherman en sus memorias. "Apenas si pasaba un día en que el general Grant y yo no conociéramos, a más de 1.500 millas el uno del otro y a través del cable, la condición exacta de la realidad".
Por supuesto, la información más rápida les dio también a los líderes políticos una oportunidad de influir en las batallas. Abraham Lincoln era un visitante frecuente de la oficina del telégrafo de la Casa Blanca, donde esperaba, en ocasiones inútilmente, que sus recalcitrantes generales le dijeran que se había entablado una batalla.
También en cada generación los políticos se han quejado de que sus discursos habían quedado reducidos a frases hechas. En 1889, el London Spectator se lamentó del impacto del telégrafo en la política. "La constante difusión de fragmentos de declaraciones, la constante excitación de sentimientos que los hechos no justifican, la constante formación de opiniones apresuradas o erróneas, deben finalmente, piensa uno, deteriorar la inteligencia de todos aquellos a quienes atrae el telégrafo".
Entonces como ahora, a los críticos los cambios que exigía la nueva tecnología les hacían ver el porvenir con desesperanza. Las actuales predicciones de una edad de la información computarizada que hará obsoletas las redes de televisión, son un eco de los choques previos entre la tecnología y el poder de los medios.
Hasta hay un precedente, en el frente económico, del actual debate en torno a quiénes se beneficiarán de la Supercarretera de la Información, debate en el que participan científicos sociales de variados matices, los cuales discuten variadas cuestiones. A menudo, la resistencia se basa en razones económicas. Al declarar ante una comisión del Parlamento, al ingeniero jefe del correo británico, imbuido de celos jurisdiccionales, se le preguntó si valía la pena prestarle atención al teléfono. "No, señor", respondió. "Los norteamericanos necesitan el teléfono, pero nosotros no. Tenemos gran cantidad de mensajeros".
Entre los intelectuales, lo que se temía era que la nueva tecnología pudiera de alguna manera diluir la calidad del discurso público. Entre los políticos, lo que se temía era que pudiera darle poderes al público. Muy poco después de la revolución rusa, José Stalin rechazó una propuesta de construir un sistema telefónico moderno, presentada por León Trotsky. "Desharía nuestra obra", dijo. "En esta época, no puedo imaginar un instrumento más contrarrevolucionario".
Hoy día, el sistema telefónico de la ex Unión Soviética es un desastre, y muchos gobiernos y empresas locales le han pasado por encima a toda una generación de tecnología, dándole un rodeo al engorro y el gasto de tender líneas telefónicas para ir directamente al sistema celular.
En cierto momento pensé en ponerle a mi libro el título de "Ecos", debido a que cada vez que iba a consultar una biblioteca encontraba ecos de la historia, ecos de los temas que tratamos ahora en relación con el efecto CNN. Pero pronto empecé a comprender que, a pesar de todas estas maravillas, lo que cambiaba cuando un nuevo invento intersectaba el mundo político no era la substancia de un mensaje sino su velocidad y método de envío.
Baker, en aquel hangar de Arabia Saudita, lo comprendía. Comprendía que CNN le daba un nuevo instrumento para enviar un mensaje, pero que el contenido de ese mensaje seguía dependiendo de una política bien meditada. En pocas palabras, comencé a desarrollar una teoría a modo de corolario, la de que a pesar de todas las exigencias y molestias que impone una nueva tecnología de medios, es más importante el liderazgo político.
Algunos líderes sobresalieron en el uso del nuevo invento que surgió durante el periodo en que les tocó actuar. Uno sólo tiene que escuchar las Charlas Junto a la Chimenea de Franklin Roosevelt para comprender el poder de conquista de la radio. Otros, al bregar con un nuevo invento, tropezaron y se mostraron chapuceros. El pobre Lyndon Johnson nunca pudo dominar la televisión y plantearle al país su argumento acerca de Vietnam. Algunos decían que tenía las orejas demasiado grandes, los anteojos demasiado pequeños, el pelo demasiado ralo. Otros decían que la guerra era injusta o, por lo menos, que estaba mal planeada. De cualquier modo que sea, la televisión, como cualquier otro invento, le concede al público una voz más fuerte y les exige a los líderes que expongan sus argumentos a través del medio más reciente que haya disponible.
Otro descubrimiento fue el de que cada invento nuevo tendía a abrir un periodo de periodismo un poco menos que estelar, una época de experimentación con la nueva tecnología para verificar cuáles eran los límites del gusto del público. En el periodismo norteamericano no hay capítulo peor que la cobertura de la guerra civil, de la que fue cómplice el telégrafo.
El telégrafo les permitió a los reporteros que cubrían la guerra civil distinguirse por su sensacionalismo. La exageración se convirtió en la característica del periodismo de la guerra civil, y los artículos inventados de cabo a rabo no eran infrecuentes. Cierta vez, un corresponsal le suplicó a un oficial herido que no muriera antes de que terminara de entrevistarlo, y le prometió que sus últimas palabras aparecerían en "el diario que represento, de amplia circulación y sumamente influyente".
La circulación subió como un cohete a medida que los periódicos descubrían que podían vender la tirada de cinco ediciones corrientes si publicaban detalles de una batalla. Los reporteros sobornaban a menudo a los telegrafistas para que les dieran preferencia a sus despachos sobre los de un competidor. Y los editores responsables, de modo muy parecido a lo que hacen hoy los productores de los programas de diálogo por televisión, clamaban por más material. "Telegrafíe enteras todas las noticias que pueda conseguir", le ordenaba a un reportero el director del Chicago Times, Wilbur F. Storey, "y si no hay noticias, envíe rumores".
La historia ofrece otra lección, que fue comprendiéndose lentamente. La sabiduría común y corriente sostiene que una fotografía vale mil palabras, que una imagen puede galvanizar a una nación impulsándola a la acción. Recordamos los fotógrafos que se convirtieron en iconos del movimiento contra la guerra de Vietnam -- los niños desnudos que huían del napalm, el general Lo-Wan que le disparaba a un vietcong emboscado. Recordamos aquella foto del 9 de noviembre de 1989, la noche en que cayó el Muro de Berlín, la danza en la cúspide de un símbolo de represión.
Recordamos las imágenes de Somalia, donde, según se cree generalmente, fueron esas imágenes las que nos metieron y nos sacaron de allí. Las cintas de vídeo que aparecieron en la cadena CNN mostrando a los somalíes que morían de hambre forzaron al presidente Bush a enviar a los infantes de marina, dice esa suposición, y las imágenes del cadáver de un norteamericano arrastrado por jubilosos somalíes a lo largo de las calles de Mogadishu forzaron al presidente Clinton a traer de vuelta a los infantes de marina.
Pero la verdad tiene una textura más densa, y merece respeto. Bush se metió en Somalía, en parte, porque quería dejar el cargo haciendo algo humanitario. Clinton salió de allí, en parte, porque había hecho pasar el conflicto de una misión humanitaria a algo que nunca se quiso que fuera, la cacería de un caudillo militar cuyos partidarios se ponían cada vez más en contra de los norteamericanos.
En pocas palabras, empecé a comprender que las leyendas de las fotografías tienen importancia. Tiene importancia lo que el público piensa cuando ve las fotos, lo que comprende del conflicto en cuestión, y es allí donde nuestra función como periodistas ha cambiado poco en los últimos 500 años.
Aquellas imágenes de un cadáver arrastrado por las calles de Mogadishu, en un momento diferente, podrían haber provocado una respuesta diferente. Los norteamericanos podrían haber encontrado motivos para vengar la afrenta, para quedarse a terminar la pelea. En lugar de ello, volvimos a casa. Es importante la interpretación que hacen de esas imágenes los gobiernos y los grupos humanitarios y, sí, los medios noticiosos. No hay mejor ejemplo que el de la Plaza Tiananmen, donde en 1989 los estudiantes chinos manifestaron en favor de la democracia. Quién podrá olvidar alguna vez aquella fotografía de un manifestante solitario, con la camisa blanca ondeando al viento, parado frente a un tanque? En Occidente, esa foto se convirtió en un símbolo del desafío de un hombre a la tiranía. Pero en China, las autoridades exhibieron la misma foto con una leyenda diferente, que reconocía la moderación demostrada por las tropas chinas al abstenerse de aplastar a sus conciudadanos. Es difícil saber si los chinos que vieron la foto en exhibición aceptaron esa interpretación, pero, con seguridad, se trata de una manera diferente de observar la imagen.
La idea de que el contexto tiene importancia parecía sugerir que los individuos pueden cambiar las cosas, que la tecnología no es algo determinante. Ah, sí!, la tecnología sienta un patrón, desata grandes ondas de choque que cambian la manera en que se difunde la información, y fuerza a las figuras políticas a aprender nuevos métodos de comunicación. Pero la tecnología no dicta los resultados.
A Marshall McLuhan, gurú de los medios de comunicación en la década de los 60, le gustaba decir que no importa lo que dijera el locutor de televisión, las imágenes que aparecían con él contaban su propio relato. Bueno, Marshall McLuhan estaba equivocado. Lo que dice la leyenda es importante. Es importante lo que dice la gente de una fotografía y lo que escribe de ella. Es importante lo que la gente oye decir de ella y lo que piensa que ha visto. La tecnología lo cambia todo en cuanto a la manera en que experimentamos la información, pero deja por nuestra cuenta la manera en que la usamos.
No hay mejor precedente de los cambios desatados por la televisión vía satélite que el tumulto que causó el telégrafo. Para decirlo de un modo bastante simple, el telégrafo le abrió las puertas a una revolución en la manera en que se desenvolvían las relaciones internacionales. Los diplomáticos se prepararon a pasar de una época en que los mensajes se enviaban a la velocidad de los medios de transporte -- un caballo, un buque de vela, un tren -- a lo que consideraban que era la comunicación instantánea.
El cambio fue algo que estuvo casi por encima de lo imaginable. Samuel F. B. Morse, inventor del telégrafo, se maravillaba: "Desde Nueva York, donde son las 10 de la noche, podemos hablar con Hong Kong, donde son las 10 de la mañana, y recibir una respuesta en unos cuantos segundos. China y Nueva York se comunican como si conversaran. Conocemos el hecho, pero, puede comprenderlo la imaginación?" Pero bastante pronto el sistema político absorbió las demandas de la nueva tecnología, y la fotografía, el cine y la radio llegaron para imponer nuevas demandas a los que formulaban políticas y a los periodistas.
Bueno, creo que en 1996 el efecto CNN ha perdido su fuerza. No creo que si las imágenes del hambre en Somalia nos llegaran hoy a través de las ondas, el público se levantaría y reclamaría la intervención. Llámeselo compasión, fatiga o inmunización contra el impacto de la sacudida, creo que el sistema político ha absorbido los cambios que exigía la televisión vía satélite.
Ahora es en el espacio cibernético donde los gobiernos competirán con las organizaciones de los medios noticiosos y los grupos de intereses especiales y hasta con los terroristas, para atraer la atención de los televidentes. A una generación que pensaba que el ferrocarril era un gran salto en la velocidad de enviar un mensje, el telégrafo le pareció una revolución atrevida. Lo mismo a una generación que pensó que la cadena CNN representa lo último en el envío de información actual. El futuro es mucho más intimidante.
Una palabra acerca del volumen. La tecnología digital puede enviar más información que cualquier invento anterior, lo cual es una prueba del ingenio de los inventores de romper los parámetros de la imaginación. A primera vista esto parece una anomalía, puesto que el telégrafo, el teléfono, la radio, la televisión y los mensajes computarizados viajan todos a la misma velocidad. Pero una vez que la computadora recibe un mensaje, puede descargar, en un minuto, una cantidad de material mayor que cualquier otro medio. La velocidad de la información transmitida es la misma, pero el volumen es mayor.
A una generación que pensaba que el ferrocarril era un gran salto en la velocidad de enviar un mensje, el telégrafo le pareció una revolución atrevida. Lo mismo a una generación que pensó que la cadena CNN representa lo último en el envío de información actual.
Lo que viene es una revolución. Las fibras de vidrio podrán transmitir por lo menos 150.000 veces más información que los cables de cobre normales que se usan ahora para conectar la computadora con un modem. Lo que el vídeo digital envía en una hora se enviará en segundos.
La diseminación acelerada de información apenas si acaba de empezar. Y con ella surgirán nuevos retos a los gobiernos, los ejércitos, los periodistas. Creo que será más difícil, para nuestros líderes, entablar una conversación a nivel nacional en el espacio cibernético. Tendrán que competir por la atención del público con grupos de intereses especiales y plantas generadoras de noticias y aun con los terroristas. Pero intentarlo depende de los individuos.
Dejando de lado el asombro que causa la novedad y el entusiasmo que provoca el invento, simplemente no hay nada en el mapa de la tecnología que sugiera que en la próxima generación cambiarán los elementos fundamentales, cuando los diplomáticos se comuniquen con el público a través de la computadora y los televidentes entren en el Internet para diseñar su propia versión de la historia. Hay algo mágico en la tecnología y algo maravilloso en sus resultados. Hay velocidad en el envío y una explosión de información. Amanece un nuevo día para la diplomacia, a la opinión pública se le abre un nuevo canal de salida, y al periodismo se plantea una prueba ardua. Por sobre todo, hay un reto a los líderes para que exploten los nuevos inventos. Pero la tecnología no otorga ventajas ni desventajas a quienes la usan. La gente, los líderes y su público, usted y yo, todos ellos como individuos, tienen que determinarlo.
Johanna Neumann es editora de noticias del extranjero del periódico USA Today.
Cuestiones
Mundiales
Publicaciones Electrónicas de USIS, Vol. 1,
No. 12, septiembre de 1996.