El concepto de una prensa digna de confianza, basada en la información, surgió muy tarde en la evolución de Estados Unidos.
A mediados del siglo XIX, la prensa perdió su función preponderante como instrumento de una minoría política selecta al convertirse en un medio de comunicación de masas. La tecnología había conspirado con el crecimiento de las ciudades estadounidenses y la revolución industrial para introducir lo que se conoció con el nombre de los "periódicos de a centavo", que estaba al alcance y despertaba el interés de un amplio sector de la población. Se trataba de una prensa incontrolada, competitiva e intensamente personal, que fomentaba tanto el sensacionalismo como las cruzadas en nombre del ciudadano ordinario o el comprador del periódico. Los periódicos se multiplicaron como los hongos, la circulación aumentó y los propietarios se enriquecieron.
En medio de este frenesí, la prensa de Estados Unidos empezó a ver cierto mérito en la información escueta. La palabra "objetividad" comenzó a circular. Esto se debió, sobre todo, a motivos comerciales y cambios tecnológicos. Durante la Guerra de Secesión de Estados Unidos, los propietarios y los directores de periódicos se percataron de que lo que el lector deseaba en primer lugar era saber qué estaba sucediendo en el campo de batalla y en los corredores del poder, no sólo qué opinión le merecía todo ello a algún corresponsal. Aproximadamente al mismo tiempo, apareció el telégrafo, pero su uso exigía a la prensa algo a lo que no estaba acostumbrada hasta entonces: concisión. Ser conciso significaba atenerse a los hechos.
Esta tecnología dio un enorme impulso a una novedad a la que se dio el nombre de "servicios cablegráficos", y que no eran sino los precursores de nuestras agencias de noticias. Se fundaron organizaciones tales como la Associated Press (AP), para servir de centro de recopilación y divulgación de noticias en beneficio de los periódicos que no podían mantener corresponsales en lugares lejanos. Si AP quería trabajar con una serie de publicaciones variopintas (de la izquierda, la derecha y el centro), no podía adoptar una postura política o ideológica. Simplemente transmitía los hechos lo mejor y más rápidamente que podía y se mantenía al margen de la política.
Lo que nació como necesidad comercial, se presentó gradualmente rodeada de un aura de integridad moral. Pero los negocios todavía manejaban las cuerdas. Para los años cincuenta, ya no se necesitaban titulares estridentes para vender periódicos. Había comenzado el éxodo de los estadounidenses a los suburbios, donde el periódico, la revista, la radio y la televisión eran parte normal de los gastos mensuales. La credibilidad se estaba convirtiendo en una necesidad. No era posible llegar a un público de masas en una sociedad multicultural aferrándose a una ideología rígida o manipulando las noticias. La competencia seguía siendo feroz y el dinero seguía ingresando en las arcas de la prensa, y para proteger este nuevo bastión de integridad, se levantaron muros que mantuvieran a los intereses comerciales y políticos fuera de las salas de redacción. Los lectores podían observar por sí mismos este cambio, ya que los periódicos presentaban en páginas estrictamente separadas las noticias y los editoriales. La industria de radiodifusión (que está parcialmente regulada por el Estado en Estados Unidos) siguió el ejemplo de la prensa escrita de manera limitada.
Los periodistas, antes malamente remunerados, empezaron a ganar sueldos elevados y se incorporaron como miembros de pleno derecho en la clase media. A cambio, renunciaron a gajes tradicionales, como los sobres subrepticios con dinero, el pluriempleo, las comidas y las entradas a espectáculos gratuitas, que chocaban con su nueva función de comunicadores impolutos. Adoptaron "códigos de conducta" y hablaban sin rebozo de servir al público con integridad.
Todavía emprendían cruzadas para enderezar entuertos, e incluso las reforzaban con "equipos de investigación" que, a diferencia de sus predecesores en el período incontrolado de principios de siglo, investigaban concienzudamente su tema. Era preciso averiguar cada dato y verificarlo una y otra vez, no sólo porque era lo justo, sino por miedo a la condena en un juicio por difamación.
Los tradicionalistas consideran a ésta como la "edad de oro" de la prensa estadounidense, que duró cerca de 30 años, hasta los primeros ochenta. Alcanzó su cenit cuando los periodistas sacaron a la luz el escándalo de Watergate, que provocó la caída de un presidente.
El último capítulo en el periodismo basado en los datos no se ha escrito todavía, y tal vez no se escriba nunca. Pero es obvio que, en Estados Unidos, el péndulo ha vuelto al extremo de un periodismo más personalizado, comprometido y orientado al consumidor. Sus defensores afirman que esto es simplemente un reflejo de la realidad de Estados Unidos y que los viejos instrumentos han dejado de funcionar como antes. Sus críticos alegan que la verdad es que la objetividad por sí sola ya no vende periódicos.
Sea cual fuere el motivo, el efecto sobre el discurso
público y la
toma de decisiones no es incidental.
Temas de la
Democracia
Publicación Electrónica de USIS, Vol.
2, No. 1, febrero de 1997