Al terminar la Guerra Fría surge la tentación de presumir que la pugna actual entre la Casa Blanca y el Congreso sobre asuntos exteriores es una desviación del consenso bipartidario que existía antes, pero eso es, en el mejor de los casos, "una verdad a medias", dice el autor. Señala la opinión que prevalecía entre los autores de la Constitución de Estados Unidos de que la política exterior es demasiado importante para dejarla sólo en manos del presidente y de que debe esperarse cierta tensión entre las ramas del gobierno. Holborn, quien ha sido profesor en la SAIS desde 1971, es también consultor de la Asociación Estadounidense de Ciencias Políticas y dicta un cursillo intensivo sobre el Congreso y la política exterior destinado a diplomáticos extranjeros en Washington. Fue asesor legislativo del senador John F. Kennedy de 1959 a 1961 y asesor especial en la Casa Blanca entre 1961 y 1966.
Es esencial comprender la Constitución de Estados Unidos para desentrañar el papel que tiene el Congreso en la formulación de la política exterior estadounidense.
Hoy, cuando se oyen clamores frecuentes en favor de la restauración del "bipartidismo" entre las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno con respecto a cuestiones de política exterior, debemos recordar que la Constitución no especificó una armonía natural en el manejo de las relaciones exteriores, sino, por el contrario, previó un grado considerable de tensión e incompetencia entre el presidente y el Congreso.
La Constitución de Estados Unidos, a diferencia de los documentos que establecen casi todos los demás gobiernos, ni siquiera confirmó la supremacía del ejecutivo en las relaciones internacionales, más bien dispuso un mosaico de poderes diferentes para cada rama y también de responsabilidades compartidas. Aunque no hubo unanimidad entre los arquitectos de la Constitución, la opinión prevaleciente era que la política exterior es demasiado importante para dejarla sólo en manos de los presidentes. Estos arquitectos no trazaron todos las líneas precisas de demarcación entre las ramas del gobierno, pero es claro que procuraron asignarle al Congreso un papel grande y de consecuencia.
En una esfera de importancia especial en la política mundial contemporánea, el comercio, otorga exclusivamente al Congreso la facultad de aprobar los acuerdos. El presidente no puede incluso completar una negociación de comercio sin la delegación de autoridad previa y explícita del Congreso. Los poderes del presidente en este campo dependen totalmente, por lo tanto, de la aprobación del Congreso y, cuando se otorga esta aprobación generalmente es limitada en tiempo y alcance.
El reclutamiento y sostenimiento de las fuerzas militares y la declaración de guerra están claramente definidas en la Constitución como facultades legislativas. Con todo, el presidente es designado, en forma igualmente clara, Comandante en Jefe y se le otorga la facultad de recocer gobiernos extranjeros y negociar tratados. Pero aún esta última está restringida por el requisito de obtener una aprobación extraordinaria de dos tercios de los votos del Senado para que el tratado pueda tener efecto. Además, el nombramiento de diplomáticos estadounidenses, así como del gabinete y de otros altos funcionarios encargados de política, está sujeto a la confirmación del Senado.
Quizá más importante en una época en que la ejecución de casi toda política exterior requiere la asignación de dinero, existe para el ejecutivo la inescapable necesidad constitucional de recurrir al Congreso para conseguir los fondos requeridos para cualquier actividad en el campo de las relaciones exteriores.
La tercera rama del gobierno, la judicial, ha sido establecida para disponer de asuntos que las otras dos ramas no pueden decidir. En la realidad la Corte Suprema sólo raras veces ha decidido casos de importancia en la política exterior. Pero en esas pocas ocasiones en que lo ha hecho, como la reubicación de los japoneses americanos en campos de internamiento durante la Segunda Guerra Mundial; la revocación del Tratado de Seguridad con Taiwan en 1979, luego de la normalización de las relaciones de Estados Unidos con la República Popular de China y las reclamaciones monetarias a que dio lugar la crisis de los rehenes de Irán en 1979-1981, generalmente ha reafirmado la posición del ejecutivo. La mayoría de las veces, sin embargo, la Corte rehusa considerar tales casos, prefiriendo dejar su solución al tenaz forcejeo entre las ramas legislativa y ejecutiva. Rehusó, por ejemplo, pronunciarse sobre la falta de declaración de guerra en el caso de Corea y sobre varias cuestiones relacionadas con la legalidad de la guerra de Vietnam.
Al terminar la Guerra Fría se tiene la tentación de presumir que la pugna actual entre la Casa Blanca y el Congreso sobre asuntos exteriores es una desviación del consenso bipartidario que existía antes. Esto es, en el mejor de los casos, una verdad a medias. Si el bipartidismo se define como una condición en la que las políticas importantes reciben el apoyo o, al menos, son cautelosamente toleradas por un número considerable de cada uno de los dos principales partidos políticos, entonces ése ha sido el caso sólo durante el período 1943-50, en las administraciones de Roosevelt y Truman y, otra vez en 1953-58, durante buena parte de la administración Eisenhower, cuando hubo una estrecha colaboración entre el presidente y el liderazgo parlamentario de ambos partidos. La guerra de Corea en 1950-52 causó profundas hendiduras en el bipartidismo parlamentario y debilitó la fuerza política de la administración Truman, casi tanto como la guerra de Vietnam paralizó la administración Johnson. Desde luego que el bipartidismo ha persistido episódicamente desde entonces, con una continuidad considerable en casos como el Oriente Medio. Pero en algunas cuestiones, como China, nunca ha habido un consenso bipartidario. Y en años recientes ha habido varios otros asuntos para los que el apoyo político ha sido frágil o volátil, i.e. comercio, ayuda a la Rusia postsoviética y a los estados recientemente independizados, ampliación de la OTAN y el papel de Estados Unidos en los Balcanes, a raíz de la disolución de Yugoslavia.
Es importante también darse cuenta de que la influencia del Congreso no puede medirse únicamente por el registro de sus votos. Con bastante frecuencia el poder del Congreso es de disuación. El presidente debe tener siempre en consideración lo que el Congreso pueda hacer o no hacer. A menudo decide no tomar una medida o demorarla porque el precio político de forzar su aprobación por el Congreso y movilizar el apoyo de la opinión pública parece demasiado alto o puede perjudicar otros objetivos de la administración, externos o internos. Por ejemplo, el enfoque cauteloso que adoptó la rama ejecutiva con respecto a la normalización de las relaciones con Vietnam reflejaba las hondas divisiones que había en el Congreso sobre la materia.
Algunas veces los presidentes asumen el riesgo de tratar de salirle adelante al Congreso mediante un fait accompli, por ejemplo, el arreglo del presidente Roosevelt con Gran Bretaña en 1940 para intercambiar 50 destróyeres estadounidenses por derechos de base en posesiones británicas en el hemisferio Occidental; la apertura Nixon-Kissinger con China en 1971-72; la transacción de trigo con la Unión Soviética realizada al mismo tiempo; el compromiso del presidente Bush de poner tropas en el Golfo en 1990-91 y las medidas recientes del presidente Clinton en Haití y Bosnia. En cada uno de estos casos el presidente no esperó el consentimiento previo del Congreso y cada uno de ellos provocó un debate candente en éste. Pero fue raro el repudio directo de la política del presidente, especialmente cuando ya se habían comprometido tropas estadounidenses, como en el caso de Haití y Bosnia. Los debates y ansiedades del Congreso, sin embargo, probablemente hicieron que la administración Clinton definiera en forma más precisa los intereses estadounidenses y la duración de la presencia militar estadounidense en esos países.
En el caso de Iraq, el presidente Bush fue persuadido, con renuencia, de permitir que el Congreso debatiera en enero de 1991 una resolución con respecto a la acción militar directa contra el régimen de Saddam Hussein. Este asunto fue motivo de gran controversia y fue muy luchado en el Senado. Sin embargo, a pesar del escaso apoyo recibido a través de la votación, la Tormenta en el Desierto agregó legitimidad política al presidente Bush.
Con un poco habilidad y maña los presidentes pueden lograr lo que quieren actuando unilateralmente, pero otras veces pagan posteriormente el precio de no haber consultado el Congreso en una etapa inicial. Por ejemplo, cuando el presidente Carter sometió al Congreso para su aprobación la Ley de Relaciones con Taiwan, a principios de 1979, pero no lo hizo partícipe del proceso en una etapa más temprana, condujo al Congreso a producir una versión mucho más amplia de la ley que por poco anula la normalización de las relaciones con la República Popular China.
Lo que debe subrayarse, al hablar del Congreso, es que éste no es monolítico en sus puntos de vista y sólo a veces actúa como un organismo unitario. La mayoría de las veces cuando hablamos o leemos sobre el "Congreso", la atención se fija de hecho en los actos de una de las cámaras, o de una comisión, o de unos pocos de sus miembros más obstinados o, incluso, de uno de sus miembros.
Es raro que al abrirse el debate sobre una política el Congreso tenga ya una posición completa e integrada. Ocasionalmente una política como el Marshall Plan o el tratado para establecer la OTAN sí tiene ese tipo de apoyo. Sin embargo, casi siempre la legislación es modificada en el curso de su paso por el Congreso mediante enmiendas, directrices de política concretas y prohibiciones. El debate sobre la política de Nación más Favorecida (NMF), originalmente dirigida en gran parte a la Unión Soviética y Rumania y actualmente punto céntrico de las relaciones Estados Unidos-China, provino de una enmienda de la Ley de Comercio de 1974, patrocinada por el senador Henry Jackson y el representante Charles Vanik. Durante los primeros cinco años de la administración Reagan, el fuerte debate sobre la política estadounidense con Nicaragua y la ayuda a los contras giró alrededor de una enmienda para fiscalizar la ayuda secreta, patrocinada por el representante Edward Boland. Con bastante frecuencia, en el caso de los derechos humanos, por ejemplo, la política es una acumulación de muchas decisiones y enmiendas individuales promulgadas por el Congreso a través de los años.
Rara vez el Congreso predomina en una cuestión de política exterior sobra la cual el presidente haya adoptado una posición firme. Pueden presentarse empates o estancamientos, pero la amenaza del veto presidencial es un arma poderosa para estimular al Congreso a colaborar con el presidente para llegar a algún acomodo. Cada una de las cámaras del Congreso necesita dos tercios de sus votos para anular un veto. En la cuestión de otorgar el trato de nación más favorecida a China, tanto el uso como la amenaza de veto del presidente han preservado la posición de la rama ejecutiva en las administraciones de Bush y Clinton. En la votación de 1986 para imponer sanciones económicas a Sudáfrica, el Congreso tuvo éxito en su propósito de anular el veto presidencial. Pero lo que es más frecuente es que el Congreso insista en su posición el máximo posible sin llegar a provocar el veto.
Después de la Segunda Guerra Mundial ocurrieron cambios en la intensidad y alcance de la relación entre la rama ejecutiva y la legislativa. La influencia de la Cámara de Representantes creció al aumentar progresivamente la legislación sobre política exterior, (particularmente el Plan Marshall y la ayuda exterior) que podía realizarse sólo mediante proyectos de ley de gastos, los cuales, según la Constitución, deben originarse en la Cámara de Representantes. Durante los primeros años de la formación de las Naciones Unidas, 1943-1945, el presidente Roosevelt instituyó un proceso más regular de consulta con los líderes de ambos partidos en las dos cámaras. Bajo los cuatro presidentes que le siguieron, Truman, Eisenhower, Kennedy y Johnson, este proceso consultivo bipartidario se mantuvo para casi todos los asuntos importantes de política exterior.
El carácter de la relación volvió a cambiar durante los últimos años de la guerra de Vietnam, cuando el poder del Congreso pasó de una generación mayor a miembros más jóvenes, quienes lucharon contra el fuerte control del Congreso ejercido por sus líderes y los presidentes de las comisiones. Ello condujo a una disminución en la capacidad de los líderes para representar los intereses de los miembros de su Cámara, e incluso de su partido, en las negociaciones con la rama ejecutiva. Los miembros más jóvenes comenzaron a tener más influencia, se crearon más comisiones y subcomisiones y se elaboraron más formas de procedimiento para abrir el proceso legislativo a todos los miembros.
Quizá fue igualmente importante la creciente creencia en el Congreso de que la rama ejecutiva, luego de su prolongado apoyo a la guerra de Vietnam y de la renuncia del presidente Nixon a raíz del escándalo de Watergate, ya no poseía el monopolio, ni un gran margen de ventaja, en la información, inteligencia y conocimiento íntimo de las políticas. Los miembros del Congreso pensaron que con la ampliación del personal de apoyo parlamentario; un universo más grande de centros de estudio tan variados en sus puntos de vista como la Heritage Foundation y la Carnegie Endowment for International Peace; los grupos que defienden posiciones específicas y los cabilderos, podían tener acceso a información tan fidedigna como la de la rama ejecutiva.
En general, la atmósfera en el Congreso se hizo más partidista y discordante. Algunas veces se presentó una división real de partido en los puntos de vista, como sucedió con la política respecto a América Central en los años ochenta, cuando los republicanos y los demócratas tenían posiciones claramente diferentes sobre El Salvador y la ayuda a los contras nicaragüenses. En años recientes, otras cuestiones de carácter contencioso han causado controversia dentro de ambos partidos, como la ayuda a Rusia, Bosnia, la amplicación de la OTAN y el comercio. Aunque las diferencias entre y dentro de los partidos a menudo no son tan profundas como parecen, se ha hecho más trabajoso obtener comunidad de posición entre el Congreso y el presidente.
Durante los últimos años, y cada vez en mayor medida, las tentativas del Congreso para reducir los gastos, a fin de equilibrar el presupuesto, han regido la política exterior. No sólo se han achicado los presupuestos de defensa, ayuda exterior y relaciones internacionales, sino que al presidente se le ha dado poca latitud y discreción para el gasto. Cada nueva empresa, bien sea el mantenimiento de la paz, el socorro en casos de desastre o la ayuda a democracias f ágiles emergentes, tiene una etiqueta con precio explícito y sólo puede realizarse sacrificando algún programa existente. Las cifras máximas y los límites de los presupuestos ya son firmes y la legislación ha creado "muros cortafuego" para prevenir el flujo de fondos de un sector de política federal a otro. Fuera de una emergencia grave y absoluta, debe conseguirse el apoyo y reunirse los fondos en el Congreso para cada actividad o iniciativa separadamente.
Ocasionalmente el presidente descubre la manera de actuar por su cuenta, como en el caso del préstamo estadounidense a México en 1995, cuando el presidente Clinton descubrió una ley de larga data pero nunca antes utilizada que lo facultaba para actuar sin la aprobación del Congreso. Esta forma de esquivar el proceso, sin embargo, usualmente es un recurso de una sola vez, ya que el Congreso puede impedir el uso futuro de la opción. Aunque el régimen presupuestario que impera actualmente tiene aplicación en todo tipo gasto discrecional, su efecto recayó con fuerza especial en la política exterior, que no cuenta con un electorado fuerte interno y propio. A veces esta circunstancia puede tener el efecto saludable de hacer que el presidente justifique sus políticas con mayor claridad, pero también puede hacer imposible para el presidente llevar a cabo políticas deseables o demorarlas y diluirlas considerablemente. Por ejemplo, programas que ya corren riesgos, como las contribuciones estadounidenses a las Naciones Unidas y las aportaciones a instituciones de crédito internacionales, llegan a ser todavía más vulnerables.
Al final, el papel del Congreso en la política exterior está íntimamente ligado a un entorno internacional político de mayor envergadura. Es posible percibir nuevas tendencias en la forma de pensar de los miembros del Congreso que definen de una manera más austera y precisa que en el pasado los intereses estadounidenses en el mundo posterior a la Guerra Fría. Fuera de todo esto, sin embargo, el Congreso también refleja casos mundiales, el liderazgo y sentido de dirección que ofrece el presidente, la capacidad de los expertos y de los medios de comunicación de presentar los temas con claridad y la opinión pública, y reacciona a ellos. Si el liderazgo presidencial no es fuerte, la opinión pública apática y los expertos altamente discrepantes, entonces la probabilidad es que el Congreso haga eco de esas condiciones. La historia nos dice que la mayor parte del tiempo el Congreso no se porta mejor ni notoriamente peor que el orden social más amplio del que forma parte. Puede constituirse en un instrumento de dilación, ineficiencia, estancamiento e incluso perjuicio. Afortunadamente, también responde generalmente a las necesidades urgentes reales y con frecuencia ofrece la terapia del debate abierto y supervisión y de mayor transparencia de las políticas y hace que el público pueda apreciar mejor tanto los riesgos como las oportunidades que presentan políticas nuevas. El escepticismo del Congreso puede degenerar en cinismo corrosivo; y también puede proyectar nueva luz e inyectarle energía renovada al eterno debate sobre el papel de Estados Unidos en el mundo.
Agenda de la Política
de los Estados Unidos de América,
Publicaciones
Electrónicas de USIS, Vol. 1, No. 9, julio de 1996.