Aunque muchos grupos buscan influir en las decisiones sobre política exterior, generalmente el Presidente logra lo que considera más importante, dice el autor. Sin embargo, desde que terminó la Guerra Fría, "la forma en que se determina la política exterior ya no se distingue o difiere mucho de la que se relaciona con los asuntos internos", dice, lo que significa que el Presidente "debe tener en cuenta, más que nunca, la opinión de grupos claves". El autor es profesor de asuntos públicos en la Universidad de Maryland, director de su Centro de Estudios Internacionales y de Seguridad y codirector del Proyecto sobre Política Exterior y el Público, del Centro. Ha escrito varios libros, entre ellos "American Trade Politics", por el cual recibió el premio M. Krammer de la Asociación de Ciencias Políticas de Estados Unidos, al mejor libro sobre política nacional estadounidense.
"Las relaciones exteriores comienzan en casa." El politólogo más importante de Estados Unidos, Richard Neustadt, hizo esta observación hace más de un cuarto de siglo, hablando de sucesos que tuvieron lugar durante los gobiernos de los presidentes Dwight D. Eisenhower (1953-61) y John F. Kennedy (1961-1963). Aún durante la larga Guerra Fría con la Unión Soviética, aún antes de las protestas virulentas contra la acción de Estados Unidos en Vietnam, los líderes estadounidense sabían que la política exterior requería apoyo interno. Por ejemplo, las relaciones de Estados Unidos con la República Popular de China fueron mínimas durante las décadas de 1950 y 1960 porque los líderes del ejecutivo y el congreso temían que se produjera una reacción feroz si Estados Unidos "reconocía la China Roja". Y el Congreso de Estados Unidos, ejerciendo el "poder del bolsillo," reduce, periódicamente, las propuestas presidenciales de ayuda exterior económica y militar.
Para comprender la forma en que está dividido el poder sobre la política exterior, se debe comenzar por la Carta que nos rige, la Constitución de Estados Unidos. Los eruditos algunas veces afirman que ésta otorga al presidente poder principal sobre las cuestiones internacionales. No es así. Puede extraer de su contenido apenas unos pocos poderes que tienen afinidad directa: negociación de tratados, nombramiento y aceptación de embajadores, comando de las fuerzas armadas. El Congreso cuenta con una lista específica más larga: ratificación de los tratados, confirmación de embajadores, declaración de guerra, mantenimiento de las fuerzas armadas, regulación del comercio exterior. Y si se pasa a las competencias más generales, otra vez parece que la rama legislativa se lleva la mejor parte: la facultad del primer mandatario de firmar o vetar los proyectos de ley pierde brillo ante el poder que tiene el congreso de controlar su contenido, especialmente de aquellos proyectos de ley que proveen (o retienen) fondos. Si el congreso, escéptico de enviar fuerzas a Bosnia, hubiera hecho uso de todos sus poderes para oponerse, el presidente Bill Clinton no habría podido hacerlo.
El senador demócrata, J.W. Fulbright, de Arkansas, el líder legislativo más destacado de la política exterior durante los primeros años de la Guerra Fría, decía que era cuestión de dirigir la política exterior "en el siglo XX según una Constitución del siglo XVIII". Consideraba que las relaciones internacionales de Estados Unidos eran rehenes de legisladores de "mentalidad parroquial", movidos por intereses limitados y electorados locales. Con todo, precisamente este hecho, que los senadores y representantes estén sujetos a intereses diversos, brinda al presidente, con gran frecuencia, la oportunidad de tomar la dirección en la mayoría de las cuestiones internacionales. Con las energías del congreso concentradas principalmente en otra parte, el presidente y sus asesores claves, el secretario de estado, el asesor del presidente para asuntos de seguridad nacional, pueden hacer uso de su control de la dirección cotidiana de esta política a fin de mantener su iniciativa. El presidente se encuentra en una posición especialmente fuerte cuando sigue una causa que cuenta con amplio apoyo público, ya que los estadounidenses esperan que su presidente obre con toda diligencia para defender los intereses internacionales del país.
Esto fue lo que sucedió con mayor frecuencia en cuestiones estratégicas importantes por espacio de medio siglo, desde el comienzo de la participación de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, en 1941, hasta la desintegración de la Unión Soviética en 1991. Hoy, sin embargo, el presidente no puede fácilmente contar con apoyo amplio. El pueblo estadounidense sigue creyendo en que Estados Unidos debe mantenerse activo en el mundo; a pesar de los temores de muchos especialistas en política exterior, los estadounidenses no se han vuelto aislacionistas, pero le dan una prioridad más baja que antes a estas cuestiones; prestan menos atención a los asuntos internacionales que a los problemas dentro de su país. Por tanto, es menos probable que el presidente mismo otorgue prioridad a la ampliación o siquiera a la continuación de programas internacionales, como la ayuda externa. Y es más probable que el Congreso trate de cortar fondos para esos programas. Con ambas ramas del gobierno bajo presión para que reduzcan el déficit del presupuesto federal, todos los programas de "gastos discrecionales", a los que el Congreso asigna fondos año por año, son especialmente vulnerables a los recortes.
En ausencia de un conflicto central y único que dé forma a la política exterior estadounidense, existe también una alta probabilidad de que el presidente y/o el Congreso asignen prioridad a las cuestiones que preocupan más a grupos étnicos y a los grupos de presión. Clinton, por ejemplo, se ha concentrado personalmente en establecer la democracia y la ley en Haití (interés promovido por el Grupo de congresistas negros en el Congreso) y lograr la paz en Irlanda del Norte (anhelo ferviente de los estadounidenses de origen irlandés), así como en continuar la prioridad que dio su predecesor al Oriente Medio. Y el presidente se ha visto restringido en su política sobre Cuba por la comunidad cubano-estadounidense, capaz de armar bastante ruido (y abrumadoramente anticastrista), que se encuentra concentrada en el importante estado electoral de la Florida.
En ninguno de estos casos la atención responde exclusivamente a razones de política étnica; puesto que a la larga, para que sus actos redunden en su beneficio el presidente debe tener metas que encuentren eco más allá de grupos pequeños de electores. De lo contrario, corre el riesgo de que se le acuse de "satisfacer" los grupos de presión. Sin embargo, estos grupos pueden tener una influencia desproporcionada en los detalles de la política, ya que, debido a su interés, quienes los representan se toman el trabajo de "presionar" a los funcionarios gubernamentales que sea necesario. Si encuentran que la rama ejecutiva no responde satisfactoriamente, pueden dirigirse al congreso para que éste apruebe leyes en su nombre. De hecho, los grupos de presión más eficaces, como el Comité de Asuntos Públicos Estadounidense-Israelí (AIPAC), trabajan continuamente en ambas ramas.
Los intereses económicos son otra influencia importante, particularmente sobre las políticas comerciales y financieras internacionales. Cuando nuestro gobierno busca expandir el comercio mediante reducciones negociadas de las barreras a la importación, requiere el apoyo de los fabricantes estadounidenses cuyas ventas se beneficiarán del mayor acceso a los mercados extranjeros, a fin de contrarrestar la oposición previsible de compañías que compiten con las importaciones que se hagan al mercado interno. Si una industria que busca protección es suficientemente grande y es eficaz en establecer su influencia con el congreso y el ejecutivo, puede lograr excepciones a la política general estadounidense de comercio abierto. La industria textil y de ropa son ejemplos que vienen al caso. Su presión persistente hizo que los miembros del congreso amenazaran con legislación especial y que presidentes sucesivos autorizaran la negociación del arreglo multifibras que restringe las importaciones de textiles y ropa. En las negociaciones de la Ronda Uruguay, concluidas en 1993, los países comerciantes del mundo acordaron terminar dicho arreglo, sin embargo, a la industria le quedaba suficiente poder como para lograr un período de terminación lento y gradual de 10 años.
Los intereses económicos no siempre ganan. El sindicalismo ha tenido una influencia limitada en la política comercial estadounidense, a pesar de sus campañas contra las crecientes importaciones y el traslado de fábricas estadounidenses a otros países. Los principales gremios fueron partidarios importantes de la elección de Clinton, pero éste invalidó su vehemente oposición al Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) logrando su aprobación por el congreso en 1993. También contradijo los deseos de numerosas organizaciones ambientalistas importantes cuyo apoyo había recibido antes y querrá tener de nuevo en el futuro.
Con todo, y aunque el presidente no accedió a los deseos más vehementes de estos grupos, tampoco hizo caso omiso de ellos. Antes de someter el NAFTA (que había sido negociado y firmado por su predecesor, George Bush) al congreso para su aprobación, Clinton negoció "acuerdos paralelos" con México y Canadá sobre cuestiones laborales y medioambientales. Al buscar la autorización del congreso para negociar acuerdos futuros de reducción de barreras comerciales, su administración solicitó, específicamente, en 1994, que ésta incluyera cuestiones ambientales relacionadas con el comercio, así como las relacionadas con normas laborales internacionales. Cuando grupos organizados de empresas y miembros influyentes del congreso resistieron estas disposiciones laborales y ambientales, el presidente prefirió aceptar el estancamiento de la política comercial estadounidense antes que convenir en proceder sin ellas. Ello significó una demora en negociaciones concretas sobre comercio libre con otros países del Hemisferio Occidental, como Chile, como se había prometido en diciembre de 1994 en la Cumbre del Hemisferio Occidental, celebrada en Miami. También limitó las medidas que ha podido tomar Estados Unidos para poner en práctica el acuerdo de noviembre de 1994 de las naciones del foro de Cooperación Económica de Asia y el Pacífico (CEAP) para lograr el comercio libre entre ellas para el año 2010.
Como lo sugieren estos ejemplos, la determinación de la política exterior es, después de todo, parte integrante de la política democrática. El presidente, el congreso, el pueblo y los grupos de presión buscan, todos, influir las decisiones y acciones tanto de la rama ejecutiva como de la legislativa. La influencia del presidente sigue siendo más grande en este campo, en promedio y relativa al congreso y a los grupos de presión, que en la mayoría de las cuestiones internas; es raro que un presidente sufra allí el tipo de fracaso humillante que experimentó Clinton en 1994 con sus propuestas sobre el cuidado de la salud. Cuando el primer mandatario "se lanza al ring" por una cuestión de política exterior, generalmente gana. El congreso aprobó todos los fondos necesarios para las propuestas iniciales de Clinton de ayuda a Rusia, a pesar de una enorme crítica. Sin embargo, desde que terminó la Guerra Fría, la forma en que se determina la política exterior ya no se distingue o difiere mucho de la que se relaciona con los asuntos internos. Esto significa que el congreso y los grupos de presión tienen más probabilidad de influir que en 1941- 1991. Significa que el presidente debe tener en cuenta, más que nunca, la opinión de grupos claves, para poder llevar adelante políticas internacionales efectivas.
(Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no necesariamente representan los puntos de vista del gobierno de Estados Unidos).
Agenda de la Política de los Estados Unidos de América, Publicaciones Electrónicas de USIS, Vol. 1, No. 4, mayo de 1996