La era postsoviética "ha resultado ser menos previsible, menos manejable, en cierto modo, más peligrosa" que la Guerra Fría a la que reemplazó, y Estados Unidos, la única superpotencia que aún queda "tiene que enfrentarse a la tarea no siempre deseable de abrir el camino a través de este territorio inexplorado", escribe el autor. Sin su liderazgo, "hace falta un elemento central, vital", sin el cual prácticamente está garantizado el fracaso de todo intento de solucionar importantes problemas. Anderson es corresponsal de DPA, la agencia de prensa alemana, y anteriormente lo era de UPI. Durante más de 25 años ha informado sobre la política exterior de Estados Unidos.
El 3 de agosto de 1990, el secretario de Estado de Estados Unidos, James Baker y el ministro de Relaciones Exteriores soviético, Eduard Shevardnadze, comparecieron juntos en el aeropuerto principal de Moscú y leyeron una declaración conjunta en la que condenaban la invasión iraquí de Kuwait, ocurrida el día anterior, y declaraban que se unían en un embargo económico contra el agresor. Dado que Irak era un estado cliente soviético, aquél fue un momento decisivo y cargado de electricidad, que Baker cree que marcó el final de la Guerra Fría y el comienzo de algo distinto.
Ese "algo distinto" ha resultado ser menos que la paz universal en la tierra. La Unión Soviética ha desaparecido, pero para Estados Unidos, la era postsoviética ha resultado ser menos previsible, menos manejable y, en cierto modo, más peligrosa. El mundo se ha hecho más complicado de lo que pensábamos, más sutilmente peligroso de lo que nos temíamos, pero también más prometedor e interesante que en los días frígidos de la Guerra Fría.
Como ejemplo más vivo del carácter imprevisible de aquel momento transcendental en Moscú, Shevardnadze dimitió de su cargo un año después, al mismo tiempo que hacía una advertencia sobre la "dictadura que se avecinaba" en la Unión Soviética. Como presidente electo de la República independiente de Georgia, envuelto en una sangrienta guerra civil y una lucha contra un bandolero rebelde rodeado de un aura mesiánica, Shevardnadze estuvo a punto de ser asesinado el año pasado en la lucha por el poder. La propia Unión Soviética, tras su estallido interno resultó fragmentada en una serie de repúblicas, tribus y nacionalidades rivales, algunas de ellas modelos de democracia, otras poco más que estados feudales.
Las Naciones Unidas, fuerza mundial que ha visto aumentar su poderío desde que terminó la rivalidad entre los dos superpotencias en el Consejo de Seguridad, da cuenta de más de 40 conflictos que todavía están causando estragos o están latentes por todo el mundo, muchos de ellos en las repúblicas de Asia Central, en la frontera del sur de la antigua Unión Soviética.
Pese a la desaparición del apartheid en Sudáfrica, lo que en sí mismo es un resultado indirecto del fin de la Guerra Fría, Africa es el escenario de media docena de grandes conflictos en cualquier semana dada. Algunos de ellos, tales como los de Rwanda y Liberia, han provocado horrores que rivalizan con los de los campos de matanza de Camboya. Ocurrió un fenómeno nuevo y aparentemente creciente de "estados fallidos", países cuyas instituciones centrales sucumbieron bajo el peso de la corrupción, las enfermedades, el hambre, los rebeldes bien armados y las guerras tribales. Este fue un problema que las soluciones anteriores de --más ayuda exterior o más cascos azules-- no pudieron resolver.
Como dijo otro ex secretario de Estado norteamericano, Lawrence Eagleburger, quizás miremos hacia atrás con nostalgia a los días menos complicados de la Guerra Fría. Estados Unidos, como la única superpotencia militar y económica que aún queda, tiene que enfrentarse a la tarea no siempre deseable de abrir el camino a través de este territorio inexplorado.
El fin de la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética coincidió con la extraordinaria coalición de los países que lucharon en la guerra del Golfo Pérsico. Esto brindó una oportunidad única de abordar uno de los problemas más difíciles del mundo, el conflicto árabe-israelí en el Mediano Oriente. Los antiguos adversarios y ahora socios, Rusia y Estados Unidos, presidieron conjuntamente la conferencia de Madrid en la que participaron más de 30 países y que constituyó el marco para el comienzo de las conversaciones directas entre Israel y sus vecinos árabes.
Tras años de discusiones y amagos por ambas partes, las conversaciones secretas entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina produjeron una de las imágenes más sorprendentes de la década: el apretón de manos del presidente de la OLP, Yassir Arafat, y el primer ministro de Israel, Yitzhak Rabin, en el jardín de la Casa Blanca, en presencia del presidente Bill Clinton que contempla la escena sonriendo con orgullo. El proceso continuó con una serie de acuerdos que condujeron a la retirada parcial israelí de Gaza y Cisjordania, seguida de un tratado de paz entre Israel y Jordania, también mediado por Estados Unidos. En ese punto se encalló el proceso, al ser interrumpidas las penosamente lentas conversaciones sirio-israelíes por otra característica del nuevo orden mundial: el terrorismo internacional.
El problema del terrorismo, junto con el floreciente narcotráfico internacional "bandidos y narcóticos", hicieron cada vez más evidente que la era de la política exterior tradicional había terminado. Una nación --sobre todo una que tuviera las responsabilidades que Estados Unidos había asumido-- ya no podía prestar atención únicamente a los aspectos político, militar o económico de las relaciones internacionales. El gobierno de Estados Unidos tuvo que enfrentarse a una nueva lista de "cuestiones mundiales" no tradicionales que afectaban profundamente la seguridad nacional de Estados Unidos y de sus aliados: La contaminación ambiental transfronteriza y oceánica, el crimen internacional y el lavado de dinero, los abusos de los derechos humanos, la proliferación de las armas tanto convencionales como de destrucción masiva, y el comercio. Estas cuestiones pasaron a formar parte integral de la nueva diplomacia que se está forjando en la primera década de la era posterior a la Guerra Fría.
El comercio se convirtió en la cuestión primordial de las relaciones de Estados Unidos con los dos principales países de Asia: China y Japón. Uno de los principios fundamentales de la nueva política exterior norteamericana fue que Estados Unidos necesitaba prosperidad económica --concretamente, la capacidad de exportar sus productos y servicios-- para desempeñar sus responsabilidades mundiales e insistiría en su derecho a un trato comercial justo y equitativo con ambos países.
Otro principio estratégico fue evitar a toda costa una situación en que las relaciones de Estados Unidos con los dos países, China y Japón, se agravasen al mismo tiempo. A veces, eso fue como bailar en la cuerda floja, dada la serie interminable de crisis en Pekín y los trastornos provocados por el nuevo estilo de políticas de partido de Japón, pero parece que ha funcionado. Otro principio básico fue que Estados Unidos continuaría siendo una potencia militar en Asia y el Pacífico, decisión que parece haber relajado periodos de tensiones ocasionales como ocurrió recientemente entre Taiwán y China.
Si ha habido un punto en el que la política exterior de Estados Unidos ha encontrado encapsuladas todas la agonías, frustraciones y posibilidades del período posterior a la Guerra Fría, éste ha sido la antigua Yugoslavia. La fragmentación del antiguo estado comunista dio lugar a un enredo desconcertante de nacionalismo, separatismo religioso y étnico e interminables enemistades históricas. Tras mantenerse apartado inicialmente a fin dar a los países de la Unión Europea y a las Naciones Unidas tiempo de poner fin a lo que parecía ser un nuevo tipo de guerra civil, el gobierno de Estados Unidos se dio cuenta tardía de que ésta era una nueva variante del tradicional barril de pólvora de los Balcanes, la cual tenía todo las posibilidades de desastre que se habían manifestado en conflictos anteriores de esa región, los que en una ocasión habían conducido, incluso, a una guerra mundial.
Cuando se vio claramente que la guerra enconada podría propagarse al sur, y arrastrar, posiblemente, a Grecia, Turquía, Albania e, indirectamente, a Irán y otros estados islámicos, Estados Unidos se impuso como líder diplomático. El gobierno de Estados Unidos utilizó una combinación de promesas de ayuda, amenazas e ingeniosas fórmulas legales para inducir a los tres principales contendientes a acudir a una singular conferencia de paz en Dayton, Ohio. Tras superar varios intentos de abandono de las negociaciones y largas noches de agudas discusiones, en las que abundaron los puñetazos en la mesa, en una apartada Base de la Fuerza Aérea de Estados Unidos se firmó el acuerdo que conduciría al fin inquietante de la lucha en la antigua Yugoslavia.
La lección para la administración fue que la participación de Estados Unidos en conflictos internacionales de gran calibre no es tarea fácil y que nunca está asegurado el éxito. Estados Unidos ha decidido resistirse, por un sentido de lo que es militar y políticamente posible, a asumir la función de policía del mundo. Pero la administración comprende también que sin el liderazgo directo de Estados Unidos, hace falta un elemento central, vital, sin el cual prácticamente está garantizado el fracaso de todo intento de resolver por medios pacíficos cualquier posible conflicto importante en el complejo mundo de la era posterior a la Guerra Fría.
Esa conclusión no tiene aceptación universal en otro campo de batalla de la era posterior a la Guerra Fría: el Congreso. Los nuevos congresistas republicanos han formado una extraña alianza con los conservadores más recalcitrantes que han ascendido a posiciones de poder y los liberales que desean que los menguantes fondos federales se usen en programas sociales nacionales. Juntos ponen en tela de juicio la necesidad de gran parte de esta función norteamericana tan preeminente y costosa en la escena mundial ahora que ha disminuido la amenaza de aniquilacíon nuclear. Ese puede ser el escollo más sutil y difícil de salvar: demostrar que el liderazgo norteamericano es necesario y que entraña grandes costos tanto en dinero como en pérdidas potenciales de vidas norteamericanas.
En un país donde los votantes parecen estar nerviosos y preocupados con sus propios problemas, tales como la reducción de personal en las empresas, existe la tentación de votar por candidatos que prometen reducir la función de Estados Unidos en el exterior. Esto supone prestar oídos sordos a quienes tratan de defender el difícil argumento de que el fin de la Guerra Fría marcó, sencillamente, el comienzo de un nuevo y distinto tipo de lucha por mantener la clase de mundo en el que la mayoría de los norteamericanos desean vivir, y que esa lucha exige el liderazgo norteamericano.
(Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no representan, necesariamente, los puntos de vista del gobierno de Estados Unidos.)
Agenda de la Política de los Estados Unidos de América, Publicaciones Electrónicas de USIS, Vol. 1, No. 4, mayo de 1996