por Laurie Garrett
Garrett, autora de "The Coming Plague: Newly Emerging Diseases in a World Out of Balance", es reportera de medicina y ciencia del diario Newsday. Este artículo fue publicado en la edición de enero-febrero de 1996 de Foreign Affairs.
LA ERA POSTANTIBIOTICOS
Desde la Segunda Guerra Mundial las estrategias de salud pública se han concentrado en la erradicación de los microbios. Mediante un armamento médico poderoso producido durante la posguerra (antibióticos, antipalúdicos y vacunas), líderes políticos y científicos en Estados Unidos y en todo el mundo libraron campañas cuasimilitares para extirpar enemigos víricos, bactéricos y parasitarios. El objetivo era nada menos que hacer pasar la humanidad por lo que se llamó la "transición de salud", dejando atrás para siempre la era de las enfermedades infecciosas. Se pensaba que para cuando terminara el siglo y llegara el nuevo, la mayoría de los pobladores del mundo tendría una vida más larga que habría de llegar a su fin sólo a causa de enfermedades "crónicas" (cáncer, cardiopatía y Alzheimer).
El optimismo tuvo su culminación en 1978, cuando los Estados miembros de las Naciones Unidas firmaron el acuerdo "Salud para Todos, 2000". Este instrumento estableció metas de gran envergadura para la erradicación de las enfermedades; predecía que aún los países más pobres experimentarían una transición de salud antes del milenio y que la esperanza de vida aumentaría considerablemente. En 1978 era ciertamente razonable contemplar con optimismo la eterna lucha del homo sapiens con los microbios. Los antibióticos, los insecticidas, la cloroquina y otros antimicróbicos poderosos; las vacunas y los avances sorprendentes en el tratamiento de las aguas y la tecnología de la preparación de alimentos ofrecían lo que parecía un imponente armamentárium. El año anterior la Organización Mundial de la Salud (OMS) había anunciado que se había descubierto en Etiopía el último caso conocido de viruela y había sido curado.
Este grandioso optimismo descansaba en dos falsos supuestos: que los microbios eran objetivos biológicamente estacionarios y que las enfermedades podían separarse geográficamente. Cada uno de estos supuestos contribuyó a la cómoda sensación de inmunidad a las enfermedades infecciosas que caracterizó a los profesionales en el campo de la salud en Norteamérica y Europa. Los microbios y los insectos, roedores y demás animales que los transmiten, son de todo menos estacionarios, se encuentran en un estado constante de cambio y evolución biológicos. Darwin observó que ciertas mutaciones genéticas permiten a las plantas y los animales adaptarse mejor a las condiciones ambientales y por ende reproducirse más; este proceso de selección natural, afirmó, es el mecanismo de la evolución. Menos de una década después de que los militares estadounidenses equiparan con penicilina a sus médicos prácticos en el teatro de operaciones del Pacífico, el genetista Joshua Lederberg demostró que la selección natural estaba en marcha en el mundo bactérico. Surgieron formas de estafilococos y estreptococos con genes que resistían las drogas y que florecieron donde quiera que las formas susceptibles a las drogas habían sido desterradas. El empleo de antibióticos seleccionaba constantemente los microbios resistentes.
Más recientemente, los científicos han presenciado un alarmante mecanismo microbiano de adaptación y cambio, que depende menos de una aleatoria ventaja genética heredada. El plan básico genético de algunos microbios contiene códigos ADN y ARN que ordenan la mutación bajo tensión, ofrecen escape de los antibióticos y otras drogas, producen un comportamiento colectivo que favorece la supervivencia de grupo y permite a los microbios y sus descendientes explorar su entorno en busca de material genético potencialmente útil. Este material está presente en anillos estables o segmentos de ADN y ARN, conocidos como plasmidos y transposones, que circulan libremente entre los microorganismos, incluso saltan entre especies de microbios, hongos y parásitos. Algunos plasmidos contienen genes que resisten cinco o más familias diferentes de antibióticos y docenas de drogas individuales. Otros confieren mayores poderes de infección, virulencia, resistencia a los desinfectantes o cloro, e incluso importantes características sutiles como la capacidad de tolerar altas temperaturas o condiciones de mayor acidez. Han aparecido microbios que pueden crecer en una barra de jabón, nadar con desenfado en lejía y hacer caso omiso de dosis de penicilina logarítimicamente más grandes que las que eran eficaces en 1950.
El caldo microbiano es, por tanto, una vasta biblioteca circulante de material genético, en cambio permanente, que ofrece a los diminutos predadores de la humanidad una miríada de formas de aventajar el arsenal de drogas. Y este arsenal, aunque parece grande, es limitado. En 1994 la Administración de Alimentos y Fármacos otorgó licencias sólo a tres nuevas drogas antimicrobianas, dos de ellas para el tratamiento del SIDA y ninguna bactericida. La investigación y el desarrollo prácticamente han cesado, ahora que los métodos fáciles para exterminar virus, bacterias, hongos y parásitos (métodos que imitan la forma en que microbios competidores se matan unos a otros en sus minúsculas batallas interminables en el sistema gastrointestinal humano) ya han sido explotados. Los investigadores han agotado sus ideas para contrarrestar muchos azotes micróbicos y la ausencia de utilidades ha extinguido el desarrollo de drogas para combatir organismos que actualmente se encuentran predominantemente en los países pobres. "La cartera está agotada. Realmente tenemos una crisis mundial", dijo recientemente James Hughes, director del Centro Nacional para Enfermedades Infecciosas, de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC), en Atlanta.
ENFERMEDADES SIN FRONTERAS
Durante las décadas de 1960, 1970 y 1980, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional idearon políticas de inversión basadas en el supuesto de que la modernización económica debía realizarse primero y que una mejor salud naturalmente le seguiría. Hoy el Banco Mundial reconoce que no puede esperarse que una nación, en la que más del 10 por ciento de la población en edad de trabajar está crónicamente enferma, llegue a niveles más altos de desarrollo sin invertir en la infraestructura de salud. Además, el Banco reconoce que pocas sociedades gastan en forma efectiva los dólares de cuidado de salud en los pobres, entre quienes es mayor el potencial de brotes de enfermedades infecciosas. La mayoría de los avances en la lucha contra las enfermedades infecciosas ha tenido origen en grandes esfuerzos internacionales, como el programa ampliado para la inmunización de la niñez establecido por la ONU, el Fondo de Emergencia de la Niñez y la campaña de erradicación de la viruela de la OMS. En el plano local, particularmente en países pobres, políticamente inestables, se encuentran pocos éxitos verdaderos.
La separación geográfica fue decisiva en toda planificación de salud durante la posguerra, pero ya no se puede esperar que las enfermedades se limiten a un país o región de origen. En 1918-19, aún antes de que existieran los servicios aéreos comerciales, la influenza porcina se las arregló para circunnavegar el planeta cinco veces en 18 meses, causando la muerte de 22 millones de personas, 500.000 de ellas en Estados Unidos. ¿Cuántas víctimas más podría tener un tipo de influenza igualmente letal en 1996, cuando las líneas aéreas transportarán 500 millones de pasajeros?
Cada día un millón de personas cruza una frontera internacional. Cada semana un millón de personas viaja entre el mundo industrializado y el mundo en desarrollo. Y, cuando las personas se movilizan microbios indeseables las acompañan. En el siglo XIX la mayoría de las enfermedades y de las infecciones que portaban los viajeros se manifestaban durante los largos viajes marítimos, que eran la forma principal de recorrer grandes distancias. Cuando las autoridades en los puertos de arribo reconocían algunos síntomas, podían poner en cuarentena a los individuos contagiosos o tomar otras medidas. En la era del avión a reacción, sin embargo, una persona en el proceso de incubación de una enfermedad como Ebola, puede subir a bordo de un avión, viajar 19.000 kilómetros, pasar inadvertida por la aduana y la inmigración y tomar un vehículo a un lugar remoto dentro del país de destino, sin que los síntomas aparezcan por varios días, y entre tanto contagiar a mucha gente antes de que su condición sea aparente.
La vigilancia en los aeropuertos ha demostrado ser tremendamente ineficaz y con frecuencia es biológicamente irracional, dado que los períodos de incubación de muchas enfermedades infecciosas incurables pueden pasar de los 21 días. Y cuando los síntomas de un pasajero, que ha viajado recientemente, se hacen presentes, días o semanas después del viaje, la tarea de identificar a los compañeros de viaje, localizarlos y llevarlos a las autoridades para el examen médico es costosa y a veces imposible. Los gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos gastaron millones de dólares en 1976 tratando de encontrar 522 personas que, durante un vuelo de Sierra Leona a Washington, habían sido expuestas al contagio por un voluntario del Cuerpo de Paz portador del virus Lassa, organismo que produce horribles hemorragias en sus víctimas. El gobierno estadounidense finalmente localizó 505 pasajeros, dispersos por más de 21 estados; la British Airways y el gobierno británico localizaron 95, algunos de los cuales estaban también en la lista estadounidense. Ninguno con prueba positiva de la presencia del virus.
En el otoño de 1994, el Departamento de Salud de la Ciudad de Nueva York y el Servicio de Inmigración y Naturalización de Estados Unidos tomaron medidas para impedir que pasajeros provenientes de India contagiados por la Yersinia pestis desembarcaran en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. Se entrenó a todo el personal del aeropuerto y del gobierno federal que tendría contacto directo con los pasajeros para que pudieran reconocer los síntomas de la infección. Si era posible, se debía identificar a sus posibles portadores estando todavía en la pista de aterrizaje, a fin de que los pasajeros del mismo vuelo pudieran ser examinados. De diez portadores potenciales identificados en Nueva York sólo dos fueron descubiertos en el aeropuerto; la mayoría habían ingresado ya en la comunidad. Afortunadamente, ninguno de los 10 estaba infectado. Las autoridades de salud aprendieron la lección de que el examen colectivo en los aeropuertos es costoso y no funciona.
El hombre está en movimiento constante en todo el mundo, huyendo de la pobreza, de la intolerancia religiosa y étnica y de intensas luchas intestinas que hacen víctimas de los civiles. La gente abandona sus hogares para trasladarse a nuevos sitios a una escala sin precedentes, tanto en términos de números absolutos como de porcentaje de población. En 1994, por lo menos 110 millones de personas inmigraron, otros 30 millones se trasladaron del campo a zonas urbanas dentro de su propio país y 23 millones más fueron desplazados por la guerra o el malestar social, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados y el Instituto Worldwatch. Esta movilidad humana brinda a los microbios oportunidades mucho mayores para transportarse.
LA CIUDAD COMO VECTOR
El crecimiento de la población eleva la probabilidad estadística de que se transmitan los agentes pató enos, bien sea de persona a persona o de vector (insecto, roedor y demás) a persona. La densidad poblacional aumenta rápidamente en todo el mundo. Siete países tienen actualmente una densidad poblacional general que excede las 2.000 personas por cada 2,59 kilómetros cuadrados y 43 países tienen densidades de más de 500 personas por cada 2,59 kilómetros cuadrados. (El promedio estadounidense es de 74).
Una densidad elevada no necesariamente condena a una nación a las epidemias y a brotes poco comunes de enfermedades, si la disponibilidad de alcantarillado y acueducto, vivienda y servicios de salud pública es apropiada. Los Países Bajos, por ejemplo, con 1.180 personas por cada 2,59 kilómetros cuadrados, figura entre los 20 primeros países que cuentan con un buen nivel de salud y esperanza de vida. Sin embargo, las zonas donde la densidad aumenta más no son aquellas capaces de ofrecer ese tipo de infraestructura; son, por el contrario, los países más pobres de la tierra. Aún países con densidades bajas generales tienen ciudades que se han convertido en focos de sobrepoblación extraordinaria, desde el punto de vista de salud pública. Algunas de estas aglomeraciones urbanas tienen sólo un inodoro por cada 750 personas o más.
La mayoría de la gente que migra en todas partes del mundo llega a metrópolis nacientes como Surat, en India (donde hubo una epidemia de neumonía en 1994), y Kikwit, en Zaire (lugar de la epidemia de Ebola de 1995), que ofrecen pocas amenidades básicas. Estos nuevos magnetos urbanos no tienen generalmente alcantarillado, carreteras pavimentadas, vivienda, agua potable, servicios médicos y escuelas adecuados para atender aún a los más prósperos de sus habitantes. Son lugares sórdidos de destitución donde cientos de miles viven prácticamente como vivirían en aldeas pobres, pero hacinados en tal forma que se aseguran tasas astronómicas de transmisión de microbios transportados por el aire o el agua, y de microbios transmitidos sexualmente o por contacto.
Con todo, esos centros son a menudo apenas una estación para las oleadas de gente pobre que atraen. La próxima parada es una megaciudad con una población de decenas de millones y más. En el siglo XIX sólo dos ciudades en la tierra (Londres y Nueva York) se aproximaban a ese tamaño. Dentro de cinco años habrá 24 megaciudades, la mayoría en países pobres en desarrollo: Sao Paulo, Calcuta, Bombay, Estambul, Bangkok, Teherán, Yakarta, Cairo, Ciudad de México, Karachi y demás. Allí, las calamidades de ciudades como Surat se multiplican muchas veces. Con todo, las megaciudades del mundo en desarrollo son también paradas para quienes buscan con más empeño una mejor vida. Todos los caminos llevan a estas gentes, y a los microbios que transportan, a Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental.
El crecimiento de las grandes urbes y la migración mundial impelen cambios radicales en la conducta humana, así como en la relación ecológica entre los microbios y los seres humanos. En las grandes urbes surgen, prácticamente sin excepción, industrias de explotación sexual y la promiscuidad sexual es más común, lo cual precipita aumentos rápidos en enfermedades transmitidas por contacto sexual. El acceso al mercado negro de los antimicróbicos es mayor en los centros urbanos, lo que conduce al empleo excesivo o erróneo de drogas valiosas y a la aparición de bacterias y parásitos resistentes. La práctica, entre toxicómanos, de compartir jeringas constituye un vehículo efectivo para transmitir microbios. A menudo las instalaciones urbanas de salud subfinanciadas se convierten en centros antihigiénicos que diseminan enfermedades, en lugar de controlarlas.
LA NUEVA ENFERMEDAD EMBLEMATICA
Todos estos factores tuvieron una enorme función durante la década de 1980; permitieron a un obscuro organismo desarrollarse y diseminarse a un punto tal que, según el cálculo de la OMS, ha infectado un total acumulado de 30 millones de personas y es ahora endémico en todos los países del mundo. Los estudios genéticos del virus de inmunodeficiencia humana (VIH), que causa el SIDA, indican que probablemente tiene más de un siglo de existencia, sin embargo, infectó quizá menos del 0,001 por ciento de la población mundial hasta mediados de la década de los setenta. En ese momento el virus hizo explosión debido a cambios sociales radicales: el crecimiento de las grandes urbes africanas; el uso intravenoso de estupefacientes y la actividad homosexual en casas de baños en Estados Unidos y Europa; la guerra entre Uganda y Tanzania en 1977-79, en la que la violación fue utilizada como herramienta de depuración étnica; y el crecimiento de la industria estadounidense de hemoderivados y el comercio internacional de sus productos contaminados. La negación del problema por parte de los gobiernos y el prejuicio de la sociedad en todas partes del mundo condujeron a medidas de salud pública inadecuadas o a la inacción, coayuvando así a la transmisión del VIH y al atraso de la investigación para su tratamiento o cura.
Se cree que, según cálculos, los costos directos (médicos) e indirectos (pérdida de productividad en la fuerza laboral y el impacto familiar) de esta enfermedad lleguen a los 500.000 millones de dólares para el año 2.000, de acuerdo con la Coalición Mundial de Política sobre el SIDA, de la Universidad Harvard. La Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (AID) predice que para entonces habrá una orfandad del 11 por ciento entre los niños menores de 15 años, en la región al sur del Sahara africano, debido al SIDA y que la mortalidad infantil se quintuplicará en algunos países africanos y asiáticos, porque los niños huérfanos no tendrán el cuidado de los padres que sucumben al SIDA y su infección oportunista más común, la tuberculosis. La esperanza de vida en los países africanos y asiáticos, afectados más duramente por el SIDA, caerá al pasmoso nivel de 25 años para 2.010, predice la agencia.
Expertos en el campo de la medicina reconocen ahora que cualquier microbio, incluso los que la ciencia desconoce, puede aprovechar de igual manera las condiciones presentes en la sociedad humana y llegar a pasar de casos aislados, camuflados por niveles generalmente elevados de enfermedad, a constituir una amenaza mundial. Además, los organismos viejos, ayudados por el uso erróneo de desinfectantes y medicinas, pueden adquirir formas nuevas y más letales.
Un grupo de trabajo interinstitucional sobre enfermedades infecciosas emergentes y reemergentes constituido por la Casa Blanca, calcula que desde 1973 han surgido por lo menos 29 enfermedades antes desconocidas y que 20 ya bien conocidas han reaparecido, con frecuencia en formas nuevas resistentes a los medicamentos y más letales. Según dicho grupo, el total de los costos directos e indirectos de las enfermedades infecciosas en Estados Unidos en 1993 excedieron los 120.000 millones de dólares; los gastos combinados federales, estatales y locales ese año de la lucha contra estas enfermedades fueron solamente 74,2 millones de dólares (ninguna de estas cifras incluye el SIDA, otras enfermedades transmitidas por contacto sexual y la tuberculosis).
LA AMENAZA REAL DE LA BIOGUERRA
El mundo tuvo suerte en septiembre de 1994, cuando se presentó la epidemia de neumonía en Surat. Estudios independientes, realizados en Estados Unidos, Francia y Rusia, revelaron que la forma de bacteria que causó el brote era excepcionalmente débil, y aunque el número preciso de casos y muertes debidos a la epidemia sigue siendo objeto de debate, ciertamente no pasa de 200. Sin embargo, la epidemia ilustra vívidamente tres cuestiones de vital seguridad nacional en lo que se refiere a la aparición de enfermedades: la movilidad humana, la transparencia y las tensiones entre los estados, que pueden llegar al extremo de incluir la amenaza de la guerra biológica.
Cuando se supo que una enfermedad transmitida por el aire se había presentado en la ciudad, unos 500.000 habitantes de Surat tomaron el tren y en 48 horas se dispersaron por todos los rincones del subcontinente. Si el microbio que causó la plaga hubiera sido un virus o una bacteria resistente a las drogas, el mundo habría presenciado una pandemia asiática inmediata. Tal como fue, la epidemia provocó un pánico mundial que costó a la economía de India por lo menos 2.000 millones de dólares en pérdidas de ventas y en la bolsa de valores de Bombay, especialmente como resultado de boicoteos internacionales de los productos y viajeros de India.
Mientras crecía el número de países que prohibían el comercio con India en ese otoño, la prensa en lengua hindi insistía en que no había una epidemia y acusó a Pakistán de llevar a cabo una campaña difamatoria para destruir la economía de India. Luego de que las investigaciones científicas internacionales llevaron a la conclusión de que la Yersinia pestis había sido la culpable de esta epidemia bona fide, la atención se concentró en el origen de la bacteria. Para junio pasado varios científicos de la India afirmaron que tenían pruebas de que la bacteria en Surat había sido manipulada genéticamente para fines biobélicos. Aunque no hay pruebas creíbles que lo documenten y las autoridades gubernamentales indias han negado con ahínco tales afirmaciones, es casi imposible refutar la acusación, especialmente en una región sobrecargada de tensiones políticas y militares de larga data.
Incluso cuando no flotan acusaciones de guerra biológica, a menudo es en extremo difícil obtener información exacta sobre los brotes de enfermedades, particularmente de los países que dependen de la inversión extranjera o del turismo, o de ambos. La transparencia es un problema común; aunque generalmente no hay indicio de intentos de encubrimiento o malévolos, muchos países son reacios a divulgar información completa sobre las enfermedades infecciosas. Por ejemplo, prácticamente todos los países inicialmente negaron u ocultaron la presencia del VIH en su territorio. Aún actualmente, por lo menos 10 países, que se sabe que se encuentran en medio de una epidemia del VIH, rehúsan cooperar con la OMS, deliberadamente hacen confusos sus informes sobre la incidencia o rehúsan suministrar estadísticas ....
Brad Roberts, del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, considerando la presencia del espectro de la guerra biológica, se siente especialmente preocupado de que los países de la Nueva Fila (los estados en desarrollo, como China, Irán e Iraq, que tienen el conocimiento tecnológico pero no una sociedad civil organizada que pueda imponer algunas restricciones sobre su uso) se sientan tentados a emplear armas biológicas. La Federación de Científicos de Estados Unidos ha buscado, en vano hasta el momento, una solución científica a la profunda debilidad de las disposiciones para la verificación y aplicación de la Convención sobre Armas Biológicas de 1972, firmada por la mayoría de los países del mundo.
Las fallas de este tratado y la posibilidad, muy real, del uso de armas biológicas, se revelan claramente en estos momentos. La amenaza de Iraq, en 1990-91, de utilizar armas biológicas en el conflicto del Golfo Pérsico hizo ver a las fuerzas aliadas en la región prácticamente incapaces de responder: la existencia de las armas no fue verificada oportunamente, la única medida disponible para contrarrestarlas era una vacuna contra un tipo de organismo y la ropa y el equipo de protección no aguantaron la arremetida de la arena batida por el viento. En junio pasado el Consejo de Seguridad de la ONU concluyó que posiblemente Iraq había reconstituido su armamento biológico después del arreglo de la Guerra del Golfo.
Todavía más alarmante fueron los actos cometidos por la secta Aum Shinrikyo, de Japón, a principios de 1995. Además de introducir el gas tóxico sarin en el tren subterráneo de Tokio el 18 de marzo, los miembros de la secta estaban en el proceso de preparar grandes cantidades de esporas bactéricas de clostridium difficile para empleo en actos de terrorismo. Aunque la infección por clostridium raras veces es fatal, con frecuencia se empeora con el uso de antibióticos inapropiados, y los episodios prolongados de diarrea con sangre pueden producir inflamaciones peligrosas del colon. La clostridium fue una opción buena para el terrorismo biológico: las esporas pueden sobrevivir por meses y pueden esparcirse con cualquier dispositivo a base de aerosol y el contacto con ellas, aún en cantidades mínimas, puede hacer que las personas susceptibles (particularmente los niños y las personas de edad) se enfermen a tal punto que cuesten cientos de millones de dólares en hospitalización y pérdida de productividad en poblaciones abigarradas, como la japonesa.
La Oficina de Estados Unidos para la Evaluación de Tecnología ha calculado lo que se requeriría para producir una espectacular arma biológica para el terrorismo: 100 kilogramos de un organismo esporulante mortífero, como el ántrax que, si se esparciera con un avión fumigador por una ciudad como Washington, podría causar bastante más de dos millones de muertos. Suficientes esporas ántrax para matar cinco o seis millones de personas podrían ponerse en un taxi y vaciarse con bomba por el tubo de escape mientras el vehículo recorre las calles de Manhattan. La vulnerabilidad a los ataques terroristas, así como a la aparición natural de enfermedades, aumenta con la densidad de la población.
UN MUNDO EN RIESGO
Un estudio de 1995, llevado a cabo por la OMS, sobre la capacidad para identificar y responder a las amenazas de la aparición de enfermedades llegó a conclusiones inquietantes. Solamente seis laboratorios en el mundo, según el estudio, satisficieron las normas de seguridad e inocuidad que los hacen lugares adecuados para la investigación de los microbios más mortíferos del mundo, incluso los que causan Ebola, Marburg y fiebre Lassa. La inestabilidad política local amenaza con comprometer la seguridad de los dos laboratorios en Rusia y los recortes presupuestarios amenazan con hacer lo mismo con los dos en Estados Unidos (el del ejército en Fort Detrick y el del CDC en Atlanta) y con el que se encuentra en Inglaterra. En otro estudio la OMS envió muestras de Hantavirus (como el Sin Nombre, que causó el brote de 1993 en Nuevo México) y de los organismos que producen el dengue, la fiebre amarilla, el paludismo y otras enfermedades, a las 35 entidades principales del mundo encargadas de la vigilancia de enfermedades. Sólo una, el CDC, identificó correctamente todos los organismos; la mayoría acertó en menos de la mitad de los casos.
Convencido de que las enfermedades de aparición reciente, bien sean naturales o por manipulación, podrían poner en peligro la seguridad nacional, el CDC solicitó 125 millones de dólares del Congreso en 1994 para mejorar lo que denominó un sistema seriamente inadecuado de vigilancia y reacción; recibió 7,3 millones de dólares. Después de dos años de un estudio llevado a cabo por un grupo de expertos, el Instituto de Medicina, división de la Academia Nacional de Ciencias, declaró una situación de crisis.
La realidad actual se refleja con más exactitud en la batalla que libra la ciudad de Nueva York contra la tuberculosis. La lucha contra el tipo W de esta enfermedad (que apareció por primera vez en la ciudad en 1991-92, es resistente a todas las drogas de que se dispone y es fatal para el cincuenta por ciento de sus víctimas) ha costado ya más de 1.000 millones de dólares. A pesar de ese gasto, se presentaron 3.000 casos de tuberculosis en la ciudad en 1994, algunos de ellos del tipo W. Según los informes anuales del Inspector General de Salud de los años setenta y ochenta, se supone que la tuberculosis habrá sido erradicada en Estados Unidos para el año 2000. Durante la administración Bush el CDC dijo a las autoridades estatales que podían reducir sin riesgo sus compromisos fiscales con respecto a la lucha contra la tuberculosis porque la victoria era inminente. Hoy los funcionarios encargados de la salud pública están empeñados en la lucha por reducir los niveles a los registrados en 1985; ciertamente una situación muy distinta de la eliminación. La crisis de Nueva York es el resultado tanto de la presión de la inmigración (algunos casos se originaron en el exterior) como de la desintegración de la infraestructura local de salud pública.
El estado de preparación nacional ha sido erosionado aún más durante los últimos cinco años debido a las restricciones presupuestarias. Así como la OMS no puede intervenir en una epidemia a menos que sea invitada por el país afectado, el CDC no puede actuar en un estado estadounidense sin que lo solicite el gobierno de ese estado. El sistema estadounidense descansa en una red cada vez más insegura de vigilancia y reacción por parte de los estados y territorios. Un estudio de 1992, realizado por el CDC, indicó que 12 estados no tenían a nadie en su personal para vigilar la contaminación micróbica de los alimentos y el agua; 67 por ciento de los estados y territorios tenía menos de un empleado encargado de vigilar los alimentos y el agua por cada millón de habitantes. Y sólo un puñado de estados vigilaban los hospitales en cuanto a la aparición de microbios poco comunes o resistentes a las drogas.
La capacidad estatal en cuanto a la salud pública reside en los condados y los municipios y allí también la deficiencia es considerable. En octubre, la fiebre hemorrágica del dengue, que durante los últimos ocho años había estado avanzando constantemente hacia el norte desde Brasil, con resultados devastadores, asestó un golpe en Texas. La mayor parte de los condados de Texas habían reducido drásticamente sus presupuestos para la lucha contra los mosquitos y estaban mal preparados para combatir el agresivo mosquito tigre, proveniente del Sudeste de Asia, que transporta el virus. Ese mes, un déficit presupuestario de 2.000 millones de dólares en el condado de Los Angeles hizo que las autoridades cerraran todos, salvo 10, de los 45 consultorios de salud pública y a intentar vender cuatro de los seis hospitales públicos del condado. El Congreso considera actualmente recortes enormes en los gastos por concepto de Medicare y Medicaid que, según predice la Asociación de Estados Unidos de Salud Pública, resultaría en un aumento generalizado de enfermedades infecciosas.
RECETA PARA LA SALUD NACIONAL
El apoyo a la capacidad de investigación, el acrecentamiento de la habilidad para vigilar la aparición de enfermedades, la revitalización de los debilitados sistemas básicos de salud, el racionamiento de drogas poderosas para evitar que surjan organismos resistentes a ellas y el mejoramiento de las prácticas en los hospitales para controlar las infecciones, son apenas medidas temporales. La seguridad nacional justifica medidas más audaces.
Tiene prioridad encontrar formas científicamente válidas de utilizar la reacción en cadena de polimerasa (popularmente conocida como la impresión dactilar del ADN), las investigaciones sobre el terreno, los registros de exportaciones químicas y biológicas e instrumentos jurídicos internos para seguir el desarrollo de organismos mortíferos nuevos o que reaparecen, bien sea naturales o de armas biológicas. Este esfuerzo debe concentrarse no sólo en microbios directamente dañinos para el hombre, sino en los que podrían presentar amenazas importantes para los cultivos y el ganado.
Los higienistas que trabajan en el cuidado de salud básico son los primeros que detectan la mayoría de las enfermedades nuevas. Actualmente no existe un sistema, ni siquiera en Estados Unidos, para que éstos notifiquen de sus descubrimientos a las autoridades competentes y puedan estar seguros de que se investigarán oportunamente. En muchas partes del mundo las sanciones son la recompensa de quienes hacen ese tipo de notificaciones, principalmente porque los Estados quieren echar tierra sobre el problema. Sin embargo, el acceso a Internet mejora en todas partes del mundo y una pequeña inversión ofrecería a los médicos un conducto electrónico para comunicarse con las autoridades internacionales en el campo de salud, con lo que se escaparía a las obstáculos y la ofuscación gubernamentales.
Sólo tres enfermedades, cólera, peste bubónica y paludismo, están sujetas a un control internacional que permite a la ONU y a las autoridades nacionales intervenir, como sea del caso, en la circulación mundial de bienes y personas para prevenir que las epidemias crucen las fronteras. La Asamblea Mundial de la Salud, la rama legislativa de la OMS, recomendó, en su reunión anual de 1995, celebrada en Ginebra, que las Naciones Unidas consideren tanto la ampliación de la lista de las enfermedades bajo control como la búsqueda de nuevas formas de vigilar el movimiento general de las enfermedades. El brote de Ebola en Kikwit demostró que se puede movilizar un equipo internacional de científicos para contener rápidamente una epidemia localizada en un sitio remoto, causada por agentes desconocidos no transmitidos por el aire.
Si una gran epidemia amenazara a Estados Unidos, la Oficina de Alerta para Emergencias y el Sistema Médico para Emergencias Nacionales (parte del Departamento de Salud y Servicios Humanos), serían las entidades encargadas. La Oficina tiene 4.000 médicos y enfermeras del sector privado, en todos los 50 estados, que están a su disposición y se han comprometido a movilizarse rápidamente en caso de emergencia. El Sistema es bueno pero podría mejorarse. A sus participantes se les debería suministrar ropa protectora, aparatos de respiración, laboratorios móviles e instalaciones locales aisladas apropiadas.
En cuanto a las amenazas potenciales de las armas biológicas, el Departamento de Energía de Estados Unidos ha encontrado fallas graves en el cumplimiento que han dado Rusia y Ucrania a la Convención sobre Armas Biológicas. Se cree que subsisten grandes reservas de armas biológicas y los empleados del programa soviético para la guerra biológica todavía figuran en la nómina estatal. También se cree que existen arsenales en otros países, aunque la información al respecto no es muy precisa. La localización y destrucción de tales armas es una prioridad esencial. Entre tanto, científicos en Estados Unidos y Europa están empeñados en el descubrimiento de los genes en las bacterias y los virus que codifican la virulencia y las formas de transmisión. Una mejor comprensión de estos mecanismos genéticos permitirá a los científicos manipular los organismos existentes, lo que les dará una habilidad peligrosa. Parecería prudente para Estados Unidos y la comunidad internacional examinar ahora ese potencial y considerar las opciones para el control de ese tipo de investigación y sus frutos.
Para proteger contra la proliferación de las enfermedades conectadas con la sangre, se deben fiscalizar muy de cerca las industrias de exportación de sangre y animales, debe examinarse sistemáticamente de infecciones a los donantes de plasma y debe establecerse una entidad fiscalizadora, internacionalmente aceptable, para verificar los informes sobre la aparición de nuevas formas de estas enfermedades. La exportación de animales para investigación tuvo parte en un grave incidente en Alemania en el que los investigadores de vacunas fueron infectados por el virus Marburg y en una alarma de Ebola en Virginia, cuando monos importados murieron de la enfermedad.
Joshua Lederberg, de la Universidad Rockefeller, ganador del premio Nobel, ha descrito las soluciones a la amenaza de nuevas enfermedades como numerosas, en gran parte directas y de sentido común e internacionales en envergadura; "la parte difícil", dice, "es que costarán dinero".
Los presupuestos, particularmente los del cuidado de salud, actualmente sufren recortes en todos los niveles de gobierno. Dustin Hoffman ganó más dinero el año pasado en su papel de científico encargado del control de enfermedades en la película Outbreak, que el total combinado de los presupuestos anuales del Centro Nacional de Estados Unidos para Enfermedades Infecciosas y el Programa de la ONU sobre SIDA y VIH.