Al aproximarse el nuevo milenio, las enfermedades como la viruela y la poliomielitis parecen estar en vías de desaparición, pero un mundo hacinado y antibióticos menos eficaces están permitiendo que las reemplace una nueva gama de otras enfermedades mortíferas
Hace tan poco tiempo como la década de 1950, morían unos ocho millones de personas por año debido a la viruela, enfermedad que dejó a millones más de individuos marcados con cicatrices permanentes. Eso ya no ocurre. Gracias a una campaña de vacunación iniciada por la Organización Mundial de la Salud en 1967 que llegó hasta los rincones más remotos del planeta, no se han registrado casos nuevos de viruela en ninguna parte desde 1978. En efecto, la campaña tuvo tanto éxito que incluso ha desaparecido la necesidad de la inmunización. Solamente eso ha ahorrado miles de millones de dólares en costos de atención médica.
No obstante, la viruela es la única enfermedad infecciosa que se haya extinguido hasta ahora. Al aproximarse el nuevo milenio, las enfermedades cardíacas, el cáncer y la apoplejía son las causas principales de muerte de los ancianos, pero los virus, las bacterias y los parásitos están cobrando implacablemente más de 16 millones de vidas por año en todo el mundo, y en muchos países --especialmente los pobres-- son la causa principal de muerte entre los niños y los adultos jóvenes.
Por cierto que hubo algunos adelantos recientes, en particular la virtual erradicación de la poliomielitis en el hemisferio occidental debido a un enérgico programa de inmunización financiado privadamente en gran parte por Rotary Internacional. Sin embargo, la situación general no ha mejorado y el potencial de propagación de organismos mortíferos es cada vez peor, según la apreciación de algunos expertos.
Uno de los indicadores más alarmantes del problema es la declinante eficacia de los antibióticos, lo cual se percibió por primera vez en Nueva Guinea hace 30 años pero desde entonces se ha hecho evidente en todo el mundo.
"Los antibióticos nunca dieron resultados contra los virus, pero podíamos contar con ellos contra la mayor parte de las otras infecciones", dice la doctora Gail Cassell, profesora de microbiología en la Universidad de Alabama en Birmingham. "Ahora --ya sea tuberculosis, neumonía bacterial, infecciones estreptocócicas o estafilocócicas, o cualquiera de muchas otras-- las posibilidades de que respondan a los antibióticos son menores cada día".
La razón por la cual estas medicinas han perdido su influencia es que a medida que más se las usa, son menos los gérmenes susceptibles a su acción. Cassell dice que "todos los antibióticos, tarde o temprano, son víctimas de su propio éxito". Agrega que para empeorar las cosas, la resistencia de los microbios a los antibióticos se debe a paquetes de material genético que las distintas clases --e incluso diferentes especies-- pueden intercambiar entre ellas. Esto ha hecho mucho más difícil desarrollar nuevos antibióticos con suficiente presteza para permanecer adelante de la curva.
Una de las muchas razones de la creciente amenaza de las enfermedades infecciosas es que el mundo está cada vez más hacinado. Cuanta más gente hay, más son los sujetos contra los cuales pueden actuar los agentes patógenos. La población de la tierra, que hace apenas 50 años era de 2,500 millones de habitantes, ha llegado a los 6.000 millones de personas en la actualidad y sigue creciendo. Solamente el impacto de esto en el medio ambiente puede tener efectos devastadores en la salud pública.
Por ejemplo, la deforestación para abrir camino a nuevas colonias y permitir la agricultura, la explotación maderera y otras industrias ha aumentado las oportunidades para que la gente quede expuesta a organismos exóticos --como los mortíferos virus Ebola y de la fiebre Lassa identificados por primera vez en Zaire y Nigeria, respectivamente-- y a otros que son más conocidos. En caso típico es el del aumento de la malaria en el Brasil, debido en gran parte a la explotación minera de la selva amazónica en busca de oro. En efecto, la malaria constituye una preocupación particular porque la forma más severa de la enfermedad --Plasmodium falciparum-- es cada vez más resistente a las medicinas disponibles. No hay vacuna contra ella.
Además, el aumento de la población ha resultado en el crecimiento de las ciudades. Al doctor Donald Henderson, quien dirigió la campaña para erradicar la viruela y ahora enseña en la Facultad de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore, le gusta recordar a sus alumnos que las dos únicas ciudades que tenían más de 7,5 millones de habitantes en 1950 eran Nueva York y Londres. "Ahora hay 30 -- dice--, y siete de ellas están en camino de tener dos veces ese tamaño o más".
Lo que más le preocupa a Henderson es que la mayoría de estas megaciudades se encuentran en países cuyos gobiernos no están en condiciones de hacer frente a la falta de condiciones sanitarias, exceso de población, escasez de agua limpia y otras circunstancias propicias para las infecciones que acosan a las cantidades cada vez más grandes de residentes urbanos pobres. Observa que además de todo eso, las guerras civiles modernas en Asia, Africa y la antigua Yugoslavia han complicado el problema al crear decenas de millones de refugiados y de personas desplazadas que con frecuencia pasan meses e incluso años en campamentos escuálidos que --al igual que los barrios miserables de muchas superciudades-- son un paraíso para los gérmenes patógenos.
Por ejemplo, hubo graves brotes de cólera entre los alrededor de 500.000 ruandeses que huyeron al vecino Zaire para escapar del conflicto étnico en su patria. Y con la propagación de ese conflicto dentro del propio Zaire, la cantidad de refugiados aumentó a más de un millón y el riesgo de la pestilencia ha aumentado de manera proporcional. Aunque existe una vacuna contra el cólera, no es muy eficaz. Además, la mayoría de las vacunas, incluso ésta, requieren que se las almacene con refrigeración, lo cual es escaso en Africa central.
Henderson dice: "Nuestra experiencia con la viruela y con los virus de Ebola y de la fiebre Lassa nos ha enseñado que, por lo menos en el mundo menos desarrollado, los organismos de las enfermedades se propagan con más facilidad cuando el personal y los visitantes los adquieren en los hospitales y luego los llevan con ellos a la comunidad. En efecto, es razonable imaginarse que así es como se esparció originalmente el SIDA. Pero es igualmente aparente que a los gérmenes patógenos les gustan las instalaciones de refugiados, los barrios miserables y los lugares en el mundo desarrollado como los albergues de personas desamparadas casi tanto como los hospitales".
No obstante, en una época en que se puede llegar desde cualquier parte del mundo a cualquiera otra en menos de 36 horas, sería ingenuo culpar la creciente amenaza de las enfermedades infecciosas solamente a la degradación ambiental, a los hospitales y a las condiciones en que viven los habitantes de barrios miserables, los refugiados y las personas desamparadas. El aumento enorme de los viajes internacionales y la expansión del comercio internacional también tienen parte de la responsabilidad.
Por ejemplo, en 1986 los mosquitos tigre --una especie que puede portar el virus de la fiebre del dengue así como otros virus que causan encefalitis-- aparecieron en neumáticos que habían sido enviados a Estados Unidos desde el sudeste asiático. Más recientemente, se rastrearon casos de malaria entre el personal de los aeropuertos de Londres y Nueva York a mosquitos que habían llegado desde los trópicos en el interior de aviones comerciales.
Sin embargo, no siempre el problema se encuentra en la importación de agentes patógenos a lugares que no son su habitáculo natural. Por el contrario, la culpable es algunas veces la introducción de tecnología que les permite prosperar en ese habitáculo como nunca antes. Por ejemplo, el enorme aumento de esquistosomiasis en Egipto tuvo lugar después que se terminó de construir la gigantesca represa hidroeléctrica de Asuán en el Nilo superior en 1968.
La esquistosomiasis es una enfermedad parasitaria que se transmite a las personas por el contacto con los caracoles de agua fresca. La represa de Asuán, al crear el lago Nasser y frenar la velocidad del río, causó una explosión de la población de caracoles aguas abajo. Todavía no se ha resuelto el problema en Egipto ni en otras partes --como el Sudán y Ghana, por ejemplo-- donde también se han construido grandes represas para generar electricidad.
Más aún, esas represas parecen haber hecho por las enfermedades virales trasmitidas por mosquitos lo mismo que hicieron por la esquistosomiasis. La fiebre de la región de la depresión oriental africana solía ser un azote casi exclusivo del ganado. Pero desde que se terminó de construir la represa de Asuán, Egipto ha tenido también epidemias de la enfermedad en los seres humanos por primera vez. Otros países con enormes represas y experiencias similares son Senegal, Mauritania y Madagascar.
Aunque todo esto podría sugerir que solamente los cambios de tecnología que alteran la conformación física del terreno podrían tener semejantes repercusiones --y eso solamente en los países que tienen poca infraestructura moderna--, hay pruebas abundantes de lo contrario.
Por ejemplo, Inglaterra ha aprendido con pesar que el ganado bovino alimentado con una proteína derivada de las ovejas, en vez de su dieta natural completamente vegetal, puede poner a la gente que come carne producida de esta manera en peligro de adquirir una enfermedad neurológica invariablemente fatal llamada enfermedad de Creutzfeldt-Jacob. Las pérdidas económicas consiguientes han sido enormes. Centenares de miles de cabezas de ganado británico alimentado con la proteína tuvieron que ser sacrificadas debido a que contrajeron una enfermedad similar, la encefalitis espongiforme bovina, conocida popularmente como la "enfermedad de la vaca loca", y millones de animales más que fueron alimentados con la proteína tuvieron que ser destruidos debido a pruebas casi inquebrantables de que la culpa pertenece a un agente infeccioso al cual son susceptibles las ovejas.
Los cambios en las prácticas agropecuarias no son los únicos que pueden presentar la amenaza de enfermedades propagadas en los alimentos. También pueden hacerlo los cambios en las redes de distribución y comercialización, como lo ilustra el caso de un brote infeccioso de Escherichia coli 0157:H7 en 1993, que fue el primero registrado en la región costera del Pacífico del noroeste de Estados Unidos pero que últimamente llegó a 21 estados.
Puesto que todas las personas afectadas por estas bacterias -- algunas de ellas fatalmente-- habían comido hamburguesas en establecimientos de una cadena de restaurantes de comidas rápidas, esa parte del brote no fue un misterio. Lo que también tenían que descubrir los inspectores de salud pública era exactamente de donde había provenido la carne contaminada. Determinaron que no podían conseguir una respuesta definitiva debido a que la carne usada para elaborar las hamburguesas había venido no solamente de alrededor de media docena de estados, sino también de por lo menos dos y posiblemente más países además de Estados Unidos.
La comunidad de salud pública concuerda en que ya sería bastante malo si la carne fuese el único producto que causa preocupación en este sentido. Pero las dimensiones del problema son mucho más grandes porque más y más de los alimentos mundiales -- desde la carne de res, pollos, pescado y otros productos del mar hasta frutas, hortalizas, productos de granja, productos de panadería e incluso agua embotellada-- se compran, venden, elaboran y distribuyen a grandes distancias de donde se originaron ellos o algunos de sus ingredientes.
Dada la globalización del mercado y la miríada de oportunidades que ello ha creado para muchas clases de contaminación infecciosa en cada etapa del camino, ni siquiera el país más rico tiene los medios u otros recursos para mantenerse al día con todas ellas.
También hay otras preocupaciones. Entre ellas se cuenta la influencia de los cambios en el clima. Nadie tuvo idea, por ejemplo, de la razón por la cual hubo un brote de hantavirus en el sudoeste de los Estados Unidos en 1993. Hasta donde podía saberse, este virus que se propaga por el aire --y ataca los pulmones, en ocasiones con resultado fatal-- nunca había estado allí antes.
Al unirse varios indicios circunstanciales se rastreó el origen del problema al deshielo de nevadas muy intensas, seguido de fuertes lluvias, tras una sequía muy severa que había durado varios años. Más específicamente, el reservorio natural del hantavirus resultó ser una especie particular de ratones de patas blancas, y la población indígena de estos ratones había explotado debido a que la abundancia de agua en su ambiente había causado un aumento enorme de almendras de pino, su comida favorita. Forzados por su mayor número a ampliar su territorio, estos roedores --que son inmunes al hantavirus-- expusieron a los seres humanos al virus al descargarlo en su orina y heces fecales, y el virus se propagó en las partículas de polvo inhaladas por los seres humanos.
Por otro lado, lo ocurrido con el virus morbilli es indicativo de lo frustrante, aunque fascinante, que puede ser el estudio de los agentes patógenos. El virus morbilli --probablemente una familia de virus-- parece haber evolucionado del mismo virus que causa la enfermedad del moquillo en los perros. Esto podría explicar la muerte de la tercera parte de los leones del parque nacional Serengeti en Tanzania debido a esta infección, desde el establecimiento en sus fronteras de colonias humanas, con sus perros. Sin embargo, es menos obvia la muerte de focas y delfines causada por el virus morbilli en varias partes del mundo y el brote de morbilli equino en Australia que no solamente mató a los caballos infectados sino también a dos de sus entrenadores.
Hasta no hace mucho tiempo la medicina tenía tanta confianza en las armas de su arsenal para combatir infecciones --drogas y vacunas--, que sus mandarines proclamaron que había llegado el momento de que la comunidad de investigaciones concentrara todas sus energías en el estudio de las enfermedades degenerativas de la edad y otros desórdenes no contagiosos.
El advenimiento del SIDA a comienzos de la década de 1980 y su propagación mundial desde entonces han sacudido esa complacencia. En cambio, la lección para aprender es la que predica el doctor Stephen Morse, el virólogo que acuñó el término "infecciones emergentes" y que ha pasado recientemente a la Dirección de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa, un organismo del gobierno federal en los suburbios de Washington, al cabo de una larga carrera en la Universidad Rockefeller de la ciudad de Nueva York.
La opinión del doctor Morse es que corremos un riesgo al pasar por alto la capacidad de los virus, bacterias y parásitos de explotar en su propio beneficio las circunstancias cambiantes. En estos días son muchos los que comparten esa convicción del doctor Morse.