El presidente Bill Clinton analiza la función y el valor de los tribunales de guerra y dice que la democracia es esencial para el fortalecimiento de los derechos humanos. Este artículo se basa en un discurso del presidente, pronunciado en octubre en la Universidad de Connecticut, en ocasión de la inauguración del Centro Dodd, dedicado a la memoria del senador Tom Dodd, quien fuera fiscal en los juicios de crímenes de guerra de Nuremberg.
En Nuremberg la comunidad internacional afirmó que los responsables de crímenes contra la humanidad serían llamados a rendir cuentas sin los recursos defensivos usuales que se acuerdan a los acusados en tiempos de guerra. La existencia misma del Tribunal fue un triunfo de la justicia y de la humanidad y de la proposición de que debe haber límites inclusive en tiempo de guerra. En la exaltación de la victoria e indignados por la perversidad demostrada en los campos de la muerte nazis, los aliados hubieran podido simplemente desencadenar una violenta venganza. Sin embargo, la lucha terrible de la Segunda Guerra Mundial fue una lucha por la conciencia misma de la humanidad. Negar a los opresores los derechos de que habían privado a sus víctimas habría sido ganar la guerra pero perder una contienda de dimensiones superiores. Los aliados comprendieron que la justicia es la única respuesta a la inhumanidad. Y, como dijera el senador Dodd, aún en esa atmósfera tumultuosa y apasionada, tres de los acusados fueron absueltos.
En los años que han pasado desde Nuremberg, la esperanza de que la condena de los culpables de desatar guerras de agresión disuadiría de conflictos armados y evitaría futuros crímenes contra la humanidad, como el genocidio, francamente ha sido frustrada con demasiada frecuencia. Desde 1945 hasta el presente las guerras entre las naciones y dentro de ellas (incluyendo en esta definición las prácticas que se declararon ilegales en Nuremberg), han costado más de 20 millones de vidas. Los actos condenables que el juez [Robert] Jackson [fiscal en los juicios de Nuremberg] confiaba que se terminarían, no se han repetido en la escala de la Alemania nazi, en la forma de entonces, pero se han repetido y repetido en una escala que todavía asombra la imaginación.
Con todo, Nuremberg fue un primer paso crucial. Pronunció un veredicto claro sobre las atrocidades. Colocó a los derechos humanos en un plano más elevado. Sentó un precedente perdurable al eliminar excusas de conveniencia a la conducta abominable. Ahora corresponde a nuestra generación realizar esa promesa; poner en práctica el principio de que a todo el que viole los derechos humanos universales debe llamársele a rendir cuentas de sus actos. Esta misión demanda la dedicación constante de todos los pueblos. Y, al igual que muchos otros retos de nuestra época, exige el poder del ejemplo de nuestra nación y la fuerza de nuestro liderazgo. Primero, porque Estados Unidos tiene como fundamento la proposición de que todos los hijos de Dios tienen derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Estos son valores que nos definen como nación, pero no son únicos de nuestra experiencia. En todo el mundo, desde Rusia hasta Sudáfrica, desde Polonia hasta Camboya, los pueblos han estado dispuestos a luchar y morir por ellos.
Segundo, tenemos que hacerlo porque aunque el fascismo y el comunismo están muertos o desacreditados, las fuerzas del odio y la intolerancia siguen vivas, y lo estarán mientras a la raza humana le sea permitido existir en este planeta Tierra. Hoy es la violencia étnica, el conflicto religioso, el terrorismo. Estas amenazas todavía retan a nuestra generación en tal forma que extenderían las tinieblas donde hay luz, la división donde hay integración y la confusión donde hay comunidad de propósitos. Nuestra empresa consiste en luchar contra ellas y derrotarlas, apoyar y sostener las ardientes aspiraciones a la democracia, la dignidad y la libertad que hay en todo el mundo.
Y, finalmente, debemos hacerlo porque, al terminar la Guerra Fría somos la única superpotencia del mundo. Tenemos que hacerlo porque, aunque procuramos hacer todo lo que podemos en colaboración con otras naciones, a éstas les resulta difícil colaborar entre sí sin nuestra presencia como colaboradores y, a menudo, como líderes.
Nuestro propósito y nuestra posición implican la responsabilidad de ayudar a enfocar la luz de la justicia sobre los que niegan a otros sus derechos humanos fundamentales. Tenemos la obligación de llevar adelante las lecciones de Nuremberg. Por esa razón respaldamos firmemente los Tribunales de Guerra de las Naciones Unidas para la ex Yugoslavia y para Rwanda.
Los objetivos de estos tribunales son claros: sancionar a los responsables de genocidio, de crímenes de guerra y de crímenes contra la humanidad; desalentar la comisión de tales crímenes en el futuro y ayudar a las naciones desgarradas por la violencia a comenzar el proceso de recuperación y reconciliación.
El tribunal para lo era que antes Yugoslavia ha progresado enormemente. Ha recolectado grandes cantidades de pruebas de las atrocidades cometidas, como los campos de la muerte, las ejecuciones en masa y las campañas sistemáticas de violación y terror. Estas pruebas son el fundamento de las acusaciones que el tribunal ya formuló .... Dichas acusaciones no son negociables. Los acusados de crímenes de guerra, de crímenes contra la humanidad, de genocidio, deben ser llevados ante la justicia. Deben ser procesados y, de considerárseles culpables, debe hacérseles responder por sus actos. Hay quienes se preocupan de que la búsqueda de la paz en Bosnia y el enjuiciamiento de los criminales de guerra son metas incompatibles. Pero creo que se equivocan. Debe haber paz para que prevalezca la justicia, debe haber justicia para que prevalezca la paz.
La combinación del liderazgo estadounidense, la determinación de la OTAN y los esfuerzos diplomáticos de la comunidad internacional, en semanas recientes, nos han aproximado a un arreglo en Bosnia, más que en cualquier otro momento desde que comenzara la guerra allí, hace cuatro años. Permítanme pues reiterar lo que he expresado constantemente durante dos años: si las partes hacen la paz, y cuando ello suceda, Estados Unidos, por medio de la OTAN, debe ayudar a asegurarla.
Sólo la OTAN puede llevar a la práctica un arreglo, firme y eficazmente. Y Estados Unidos, como líder de la OTAN, debe hacer lo que le corresponde y unir nuestras tropas a las de nuestros aliados en tal operación. Si uno ... acepta el hecho de que no solamente nuestros valores sino nuestra posición como la única superpotencia del mundo nos imponen la obligación de seguir adelante, la conclusión es inevitable: debemos ayudar a asegurar la paz, si la paz puede lograrse en Bosnia. No enviaremos nuestras tropas a una situación de combate. No les pediremos que mantengan una paz que no puede mantenerse. Pero debemos emplear nuestra fuerza para asegurar la paz y ejecutar el acuerdo.
Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de ayudar a solucionar esto, el problema de seguridad más difícil que haya habido en el corazón de Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Cuando Su Santidad el Papa estuvo de visita aquí, hace sólo unos días, nos reunimos a solas durante poco más de media hora y conversamos sobre muchas cosas. Al terminar dijo: "Señor presidente, no soy un hombre joven. Mi memoria se remonta a mucho tiempo atrás. Este siglo comenzó con una guerra en Sarajevo. No debemos dejar que termine con una guerra en Sarajevo".
Ninguna paz podrá durar sin justicia, ya que en última instancia sólo la justicia puede romper el ciclo de violencia y venganza que nutre la guerra y los crímenes contra la humanidad. Sólo la justicia puede levantar el peso de la culpabilidad colectiva que agobia a una sociedad donde han ocurrido actos abominables de destrucción. Sólo la justicia puede asignar responsabilidad al culpable y permitir que todos los demás prosigan con la dura tarea de la reconstrucción y la reconciliación. Así que mientras Estados Unidos encabeza el esfuerzo internacional para forjar una paz duradera en Bosnia, el Tribunal de Crímenes de Guerra debe continuar su labor para encontrar la justicia.
Estados Unidos contribuye con más de 16 millones de dólares en fondos y servicios a ese tribunal y al de Rwanda. Tenemos 20 fiscales, investigadores y otros especialistas en el personal de estos tribunales. Y en las Naciones Unidas hemos encabezado la gestión de movilizar el financiamiento debido para estos tribunales. Y continuamos presionando para que otros hagan contribuciones voluntarias. Lo hacemos porque creemos que es parte de las lecciones que el senador Dodd y otros nos enseñaron en Nuremberg.
Con el debido enjuiciamiento de los criminales de guerra en la ex Yugoslavia y en Rwanda podemos indicar claramente a quienes pretendan utilizar el pretexto de la guerra para cometer atrocidades horrendas, que no pueden escapar de las consecuencias de sus actos. Y ese mensaje será más fuerte y más claro si, en todas las regiones del mundo, las naciones que valoran la libertad y la tolerancia establecen un tribunal internacional permanente para procesar, con el respaldo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, graves violaciones del derecho humanitario. Me parece que esto sería el máximo tributo a quienes realizaron una labor de tanta importancia en Nuremberg, un tribunal internacional permanente para procesar ese tipo de transgresiones. Ya hemos procedido a averiguar en las Naciones Unidos si esto puede hacerse.
No obstante, compatriotas y conciudadanos del mundo, permítanme decir también que nuestro compromiso de sancionar a los culpables de crímenes contra la humanidad debe ser equiparable a nuestro compromiso de impedir que se cometan, en primer lugar. Al hacer todo lo posible para apoyar estos tribunales, no olvidemos cual es nuestra meta última. Esta meta es hacerlos totalmente obsoletos porque tales cosas ya no sucederán.
La responsabilidad de los actos que cada uno comete es un poderoso factor disuasivo, pero no es suficiente. No llega a la raíz de la causa de las atrocidades; sólo un cambio profundo en la naturaleza de las sociedades puede aproximarse al corazón mismo de la cuestión. Y creo que la democracia es el fundamento de un cambio profundo.
La democracia es el mejor garante de los derechos humanos, aunque no es perfecto, desde luego; como podemos observarlo en la historia de Estados Unidos; sin embargo, todavía sigue siendo el sistema que, para poder prosperar, demanda que se respete al individuo y exige que éste asuma sus responsabilidades. La democracia no puede eliminar todas las violaciones de los derechos humanos, ni proscribir la flaqueza humana, el fomento de la democracia tampoco nos exonera de la obligación de instar a los países que no son demócratas a que respeten los derechos humanos. Pero la democracia, más que cualquier otro sistema de gobierno que se conozca, protege esos derechos, defiende las víctimas de sus violaciones, sanciona a los transgresores e impide que aparezca una espiral de represalias cada vez más indeseable.
De tal manera que el fomento de la democracia logra algo más que adelantar ideales. Refuerza nuestros intereses. Donde impera la ley, donde se pide cuentas a los gobiernos, donde las ideas y la información circulan libremente, es más probable que el desarrollo económico y la estabilidad política echen raíces y que los derechos humanos prosperen. La historia nos enseña que es menos probable que las democracias se lancen a la guerra, es menos probable que trafiquen con el terrorismo y más probable que se opongan a las fuerzas del odio y la destrucción, más probable que lleguen a ser buenos socios en la diplomacia y el comercio. Es así como el fomento de la democracia y la defensa de los derechos humanos rinde beneficios para el mundo y para Estados Unidos.
Hoy hace precisamente un año que una fuerza multinacional, encabezada por Estados Unidos, devolvió a Haití a su presidente, Jean-Bertrand Aristide, que había sido democráticamente elegido. El aniversario que celebramos hoy fue la culminación de tres años de esfuerzos, por parte de Estados Unidos y de la comunidad internacional, para sacar a los dictadores y restaurar la democracia. Gracias a que respaldamos la diplomacia con la fuerza de nuestro ejército, los dictadores finalmente se retiraron del poder y los demócratas de Haití retornaron a ocupar el puesto que legítimamente les correspondía.
Nuestros actos terminaron con un reino de terror que usó la violencia no sólo contra haitianos inocentes, sino contra los valores y los principios del mundo civilizado. Renovamos la esperanza en el futuro de Haití cuando sólo había desesperanza. Mantuvimos la integridad de nuestros propios compromisos y de los compromisos que otros contrajeron con nosotros. Nuestra actuación firme no puede dejar lugar a dudas entre los déspotas potenciales en la región en cuanto a que en las Américas no se derroca la democracia impunemente.
Este año hemos presenciado un progreso extraordinario. Se restauró el gobierno democrático. Los derechos humanos, y no su oprobio, son su propósito. La violencia ha amainado, aunque no ha terminado por completo. Se han realizado elecciones pacíficas. La reforma está en marcha. La nueva fuerza de policía civil tiene ya más de 1.000 agentes en las calles. El sector privado, ahora creciente, comienza a generar empleo y oportunidad. Después de tanta sangre y tanto terror, el pueblo de Haití ha reiniciado el largo viaje hacia la seguridad y la prosperidad con dignidad.
Hay mucho trabajo por hacer. Haití es todavía la nación más pobre de nuestro continente, lo que constituye un campo fértil para las cosas que son motivo de nuestra censura hoy en esta reunión. Sus instituciones democráticas son frágiles y todos esos años de opresión atroz han dejado cicatrices y todavía queda en algunos la sed de venganza.
Para que las reformas se arraiguen y perduren debe establecerse firmemente la confianza, no sólo entre el gobierno y el pueblo, sino en el pueblo mismo. El presidente Aristide lo comprende así cuando rechaza la violencia y apoya la justicia; cuando rechaza la venganza y apoya la reconciliación.
Esto es muy importante. La asignación de la responsabilidad individual por crímenes cometidos en el pasado es también importante allí. Haití tiene ahora una comisión nacional para la verdad y la justicia, que realiza investigaciones de violaciones pasadas a los derechos humanos. Y, con nuestro apoyo, Haití mejora la eficacia, accesibilidad y responsabilidad de su ordenamiento judicial, para, una vez más, prevenir infracciones futuras y sancionar las que ocurran.
El pueblo de Haití sabe que le corresponde a él salvaguardar su libertad. Pero nosotros sabemos, como dijo el presidente Kennedy, que la democracia jamás es una obra concluida. Y de la misma manera que el pueblo estadounidense, después de 200 años, continúa la lucha por perfeccionar su propia democracia, debemos estar y estaremos con el pueblo de Haití en su lucha por establecer la suya.
Permítanme una última observación al respecto. Les agradezco al senador Dodd y el embajador Dodd su preocupación por la libertad y la democracia y por eliminar las horribles violaciones a los derechos humanos que han ocurrido en el pasado en todas las Américas. La primera dama se encuentra hoy en Sudamérica (de lo contrario estaría aquí conmigo), debido, en parte, al rumbo que trazó la familia Dodd en esta generación para defender la democracia, de manera que todos los países de las Américas, excepto uno, tienen ahora un líder democráticamente elegido. Y las violaciones de los derechos humanos y la clase de crímenes a los que se opuso el senador Thomas Dodd en Nuremberg han disminuido en forma espectacular, en forma impresionante gracias a ese proceso y al liderazgo de esta familia.
Al concluir permítanme decir que no obstante toda la labor que podamos realizar por medio de los tribunales para hacer rendir cuentas a los culpables, es nuestra dedicación diaria a los ideales de la dignidad humana, la democracia y la paz lo que ha sido y continuará siendo la fuente de nuestra fuerza en el mundo y de nuestra capacidad para colaborar con otros con el fin de impedir que, en primer lugar, ocurran esas cosas terribles.
Continuaremos defendiendo los valores que en nuestro concepto hacen que valga la pena vivir la vida. Continuaremos defendiendo la proposición de que toda persona, sin excepción de nacionalidad, raza, grupo étnico, religión o sexo debe tener la oportunidad de vivir libre, debe tener la oportunidad de desarrollar al máximo el potencial que le ha otorgado el Creador. Durante demasiado tiempo, en todo el mundo, se les negó esas oportunidades a las mujeres y a sus hijos, especialmente, sus derechos humanos. Los derechos en cuyo nombre habló con gran firmeza la primera dama, en ocasión de la Conferencia de la Mujer celebrada en China, y por los que Estados Unidos trabajará con ahínco en años venideros ...
Si tenemos la obligación de defender lo que es correcto, de fomentar lo que es correcto, de elevar el potencial humano, tenemos que poder cumplir con esa obligación.
Si el día de hoy nos deja una lección, creo que debe ser que para Estados Unidos la prosperidad no es lo más importante, no es un fin en sí mismo. Debemos procurarla sólo y únicamente como un medio de acrecentar el espíritu humano, de acrecentar la dignidad humana, de acrecentar la capacidad de cada uno de los ciudadanos de nuestro país, y de quienes tenemos los medios para ayudar en todo el mundo, para llegar a ser todo lo que Dios ha dispuesto para ellos. Si podemos tener esto presente, podremos entonces ser fieles a la generación que ganó la Segunda Guerra Mundial, a los líderes extraordinarios que sentaron precedentes importantes en Nuremberg, a la misión y al espíritu del Centro Dodd.
Gracias y que Dios bendiga a todos.